Final feliz

 

 

Sorrentino es un director que me fascina y repele a ratos. Pasa del humor afilado a la obviedad y de un esteticismo algo fatuo a imágenes apabullantes, como su particular visión de ‘Susana y los viejos’ en La giovinezza, que es la película que vi anoche en la tele.

Si fascinante era, por escenas, La grande bellezza no lo es menos la historia que nos cuenta de estos dos ancianos artistas –uno dedicado al cine y otro a la música– que pasan sus últimos días en un balneario suizo al que apenas se da importancia salvo para destacar lo muy aburrido que es. Por allí circula –es un decir pues la obesidad apenas le permite moverse– un trasunto de Maradona dando patadas a una pelota de tenis, asfixiado en su propia grasa (napolitano, pudiera ser que Sorrentino haya metido este personaje innecesario a modo de venganza sutil por la traición, real o supuesta, del futbolista). Como en el resto de películas que he visto suyas, incluyendo la más que recomendable serie El joven Papa (llena de aparentes ironías sobre la Iglesia Católica pero con un fondo que sólo un católico es capaz de poner en pie), podrían trocearse escenas y montarlas de otra manera sin por ello menoscabar el resultado. Es como un collage en el que las transiciones entre zonas fuertes se hubieran amortiguado a base de un esteticismo de diseño.

La adversativa es que a Sorrentino hay que verle las películas que hace pues en todas hay escenas, perfiles, encuadres, con mucha personalidad. Da que pensar, hace cosquillas en el cerebro y eso, en la marea de imbecilidad presente, hay que estimarlo.

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Entro en la casa de un amigo. No vive en ella, está abandonada y pendiente de arreglos. Sobre la arquitectura y los problemas de obra que veo por todas partes hay una nota conmovedora: frente a la ventana hay una jaula de madera y alambre con tres jilgueros jóvenes, tanto que serán de este año. Tienen miedo de la gente y es fácil deducir cómo se han atrapado: en el árbol que se ve al fondo del huerto debió estar el nido; si se espera a que estén emplumados y sean volantones la jaula se cuelga de una rama y, dentro, el nido con las tres crías. A través de los barrotes los padres los seguirán alimentando hasta dar por terminada la crianza. Así, engañados por la astucia del mono humano, pasan de la dependencia a la esclavitud.

Entiendo que agrade a algunos la compañía de las aves cantoras, debe parecerse a tener en casa un trocito de campo. No me gusta que deba estar enrejado.

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Lo siento pues Chillida era buena persona y me caía muy bien, aparte de estarle agradecido por algo que cuento en otra entrada de este blog: cuando veo el Peine del Viento no puedo dejar de pensar en cuánto mejor estaban las rocas sin aderezos. De las esculturas en sí la mirada figurativa me hace ver tenazas, tenacillas y un candado. Es injusto pero no puedo hacer nada por evitarlo.

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Creía que existían las personas amorales, era muy joven entonces. La edad me ha enseñado que no, que se trata de una figura literaria, retórica: inmorales disimulados.

Lo que más se podría acercar al amoral es ser moral para unas cosas e inmoral para otras, pero al final del trayecto estaremos en el principio.

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Se supone que no es elegante hablar demasiado de uno mismo y que se deben usar los diarios, las notas en este caso, para generalizar: desde la sencilla violeta al tejado de tu casa hay que aspirar a lo universal.

Hablo de mí porque soy lo que mejor conozco y porque, al fin y al cabo, uno mismo no pasa, también, de ser anotación y metáfora.

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El contagioso optimismo de los años sesenta tiñó el cine y las historias de finales felices. Pero la vida real apunta a lo contrario: todos los finales son tristes. Caer, apagar, querer dormir, limitar los pasos, encontrar tanto placer en la soledad del campo, saber que todo lo que vivas es prestado, no proyectar, desinteresarte de lo que dejas, rumiar que la pasión es inútil, espejo roto, que lo hecho –hijos y obra– es una botella con papel dentro tirada al mar, que la casa no es tuya sino de quienes la vivieron antes y la vivirán después, tus afanes –libros, músicas, cacharros, unos muebles– fueron juntados pero se dispersarán de nuevo para acompañar otras vidas cuyos ojos no verán los tuyos cuando miren el grabado, cristal, bronce o cerámica, que tu vida toda es puente para otros que no conocerás, que heredarán tus defectos; imaginar todo eso desde un mundo que será hostil pues, de los antiguos, sólo apreciamos lo que nos da la razón y el resto es arqueología. Nunca sabrás quién eres, si el niño mirando el mar y las montañas, el joven entusiasta y atolondrado –falto de tacto y presuntuoso– o el viejo que huye de las sombras. Los ecos, las voces que te acompañan, que no son tú ni son ellos, tan intensos y volátiles como el olor de las jaras sudorosas en verano, percibido desde el coche, al paso, y que no es el monte sino el fantasma del mismo percibido en una pared.

Figlia del tuo figlio / Reina del Cielo / Ruega también por cuantos se embarcaron / Y terminaron su viaje en la arena, / En los labios del mar / O en la sombría garganta que no los rechazará / O allí donde no puede ya alcanzarlos / El tañido de la campana del mar, / Su ángelus perpetuo.

 

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