De los ruidosos, el mejor

 

 

Oyendo a los Sultanes del Swing trato de recordar quién era yo por entonces y no me encuentro. No lo sé. Creo que fui otro.

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Era una de las calles que iban del centro a las afueras todo seguido. Al final había una casa de comidas para viajantes y gente de paso. Cada tarde pasaba por ella y oía un piano que sonaba a Brahms, a Chopin, a Czerny. Repertorio de estudiante.

Me atreví a llamar al timbre. El balcón abierto, en la planta principal, me permitió ver una de aquellas tardes que quien tocaba era un muchacho de mi edad. Por qué no conocerlo. Me abrió una de sus tías. Vivía con ellas pues era huérfano.

Mi intención era llevar un teclista al grupo. Alan Price, claro. Con esa falta de prejuicios propia de los adolescentes expuse el motivo de mi vista. El chico se revolvió en la silla, a todas luces inquieto. Las tías –eran dos– oyeron mi propuesta y, para mi sorpresa, encontraron que sería estupendo que el chico se relacionara y pudiera tocar en el grupo. No creo que entendieran de qué se trataba.

La casa era como la imaginas: lujo de otro tiempo, bien mantenido. Ese tipo de familia en la que dos mujeres solteras no tienen problemas para llegar a ancianas con comodidad.

La condición fue que no dejase sus estudios de piano. Esa misma tarde vino conmigo al local de ensayo y estuvo hasta que terminamos, en silencio. Mis compañeros no entendían pero había relajo y confianza.

Venía a escuchar discos en el pick-up. Le gustaba todo, igual le daba ocho que ochenta.

Así continuaron las cosas hasta que me di cuenta de que nunca pediría a sus ricas tías un piano eléctrico, que era un muchacho triste y descolorido, criado por ancianas, y nosotros su zoológico particular.

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No voy más a la terapia. Hasta aquí. Nada de seguir haciendo ejercicios tontos.

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He hecho este fin de semana un retrato de Ch. con los ojos cerrados. Tiene costumbre de dar cabezadas en el sofá después de comer, desde que la conocí en 1968. El dibujo salió muy deprisa, encolé un lino sobre dibond y en dos horas estaba manchado y era ella. Pero, maldito perfeccionismo, sólo me gusta la pintura alla prima en el paisaje. Todo tan crudo, tan cogido con alfileres. Dos pintores en la historia del arte capaces de hacer un retrato del tirón y que no esté grumoso y sin vida. ya conocen los nombres, no los repetiré. Para ser justo tendría que añadir a Van Dyck.

Por alguna razón, –tal vez por esa idea que le colgaron los modernos de eslabón imprescindible para llegar a ellos (curioso modo de ver la historia)–, los pintores sueltos, de esgrima, se quedan fuera del retorno a la tradición que están haciendo algunos artistas jóvenes. Es camino trillado, muy bien recorrido por los Sorolla, Sargent, Merrit Chase y otros. Sombrerazo pero no es por ahí. No mientras los modernos sigan dominando la escena y explicando la historia del arte de acuerdo a la teoría de Darwin, según la cuál ellos son los sapiens y todos los demás hominicacos.

Me aplico con el color, voy de las formas grandes a otras más pequeñas. Trato de mantener abierta la pintura, de no llegar al hiper, queriendo darle una intensidad que no está al alcance de los esgrimistas con pincel.

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Leído en la red social: ‘Produce más placer escribir versos malos que leer magníficos versos ajenos’. Es como una de esas leyes de la física para los artistas. Sin ella seguiríamos boquiabiertos ante el bisonte de Altamira, que nació perfecto.

La admiración provoca deseo, tanto como paraliza. En algún momento se toma la decisión de escribir versos malos y dejar cerrado el libro de las maravillas ajenas.

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Sueños atroces, calamidades, guerra y penurias. Después calma y aceptación.

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La vida que vivimos está montada sobre palos con carcoma. Todo parece sólido hasta que necesitas apoyo firme.

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La cara de los ancianos es atroz. Ya no son ellos, como tampoco lo eran cuando fueron jóvenes, sino caricatura tremenda de sí mismos. Los ojos cansados, la piel sin fuerza, el músculo desmayado. Una nube habitada por minúsculos caníbales se ha comido en silencio la sensualidad de sus bocas, la vida de sus ojos, el brillo de la inteligencia. Son la penosa cáscara de un alma cegada por la niebla del olvido.

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Dios escribe derecho con renglones torcidos, menuda tarea. Los hechos de la vida te enseñan que es cierto, que el mal –queriendo serlo– trajo el bien.

No es pensamiento panglossiano.

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Propone que hagamos una gira este verano por pueblos al azar, tocando rock de aquellos tiempos. Llegar, montar instrumentos, tocar gratis y aceptar invitaciones de bar. Él añade recitar poesía vanguardista, montar escenas de teatro patafísico y pintar a la vista de los curiosos. Esto último yo no puedo hacerlo porque me entran ganas de asesinar. La patafísica no me entusiasmó en su día pero puedo entenderla como actitud sin mayor problema: si hay que recitar se recita. Aunque a mí lo que me apetece es volver a Johnny B. Goode. Esas cosas. Lo que no sé es cómo lo haremos pues ya no tengo mi Gibson (la vendí años atrás, con mi Fender Twin Reverb, para no molestar) y la artrosis se está comiendo mis dedos. Siempre se puede hacer a lo burro, sin florituras. Recuerdo lo que dijo Jagger a Townsend: ‘De los guitarristas ruidosos, eres el mejor’.

 

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