Bien lo merece

 

 

Ha pasado tiempo desde la última entrada y algunas cosas que se pueden contar, otras que no. La vida se agita cuando le parece, como si no dependiera de nuestras acciones y deseos. Sin tempestades no apreciaríamos la calma.

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No sólo la memoria echa a volar, también el vocabulario. Con mayor frecuencia tratas de recordar esa palabra que se ajustaba a lo que quieres decir pero no aparece. Cansa y deprime hasta que entiendes que es el curso natural de las cosas y lo absurdo de oponer resistencia. Recuerdas la historieta de la nieve sobre la rama flexible y la rama fuerte. Sabes quién sobrevive.

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Me encanta la red social. Quiero decir, Facebook. Qué cantidad de personas inteligentes, de las que no puedes leer a diario salvo allí. Cuánto talento junto y gratis, qué cantidad de información de todo tipo. Hay quienes opinan que se trata de un vertedero al que sólo van a parar las inmundicias que la gente lleva en la cabeza y no se atreve a expresar en su vida ordinaria. No es discutible: seguramente tienen razón y sólo frecuentan o son frecuentados por ese tipo de personas. O tal vez se trate de individuos con un ego muy fuerte. En todo caso depende de ti, de quién admites y a quién pides que te admita.

Las noches de los pueblos son largas, especialmente en los días turbios del invierno. La red es una manera de seguir siendo sociable y mantener amigos (o lo que sea) por el mundo.

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Tengo ganas de ver la exposición de esbozos de Rubens pero no he podido romper las rutinas que consumen mi tiempo y reservar un día para viajar a Madrid. He visto muchos de esos esbozos pero hay una cabeza pintada de primera intención que es de ponerse de rodillas. No es una cabeza espiritual o animada por ese patetismo tranquilo que sobrecoge en Velázquez. Es una cabeza vital, sensual, directa: todo el significado está delante, ante el espectador. Es Rubens, un pintor de la misma tesitura que Sorolla y Sargent. Un vitalista, coloreado por la vida, la sangre pronta y el vino por costumbre.

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Hacía tantos años que no trabajábamos al alimón en el mismo cuadro. Muy jóvenes –dieciocho, veinte años– lo hacíamos de modo fluido y natural: podía empezar cualquiera de los dos y el otro continuaba. Después llegó la vida seria, la de los hijos, y sin necesidad de decir nada cada uno se refugió en lo suyo. El domingo echamos el día con un apunte de paisaje del natural. Qué bien lo pasamos. Ya sabes: I’m crazy for the girl.

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Ayer murió Julio López Hernández. Tenía 88 años, la misma edad que mi padre. Hace muchos años que lo conocí. Su mujer, Esperanza Parada, trabajaba en Juana Mordó que era mi galerista. Tengo recuerdos muy agradables de las dos Esperanzas (la otra era Esperanza Nuere), Esperancita y Esperanzota, por el tamaño. Maravillosas mujeres, tan proclives a echar una mano a un joven pintor como yo era entonces. Ellas, Cathy –la hijastra de Picasso–, la propia Juana, con sus reconvenciones inevitables antes de firmar el cheque de cada mes, tan gruñona y, al tiempo, tan devota de sus artistas. Son recuerdos buenos de aquellos años.

Visité en diversas ocasiones el taller de Julio. El primero quiero recordar que estaba por la zona de Bravo Murillo. Del otro no recuerdo emplazamiento. El mundo de los escultores, tan diferente al nuestro. El color arcilla tiñéndolo todo. Las obras a medias, los maniquíes vestidos y rellenos con lo que fuese para poder estudiar las ropas, las cabezas puestas sobre el maniquí o reposando sobre el caballete de escultor. Aquella solemnidad casi egipcia de los bronces de Julio pero vivificada por su amor por la estatuaria renacentista. Su mirada limpia, de hombre honesto, como lo que hacía; su entereza para resistir en una Escuela de Artes y Oficios cuando era uno de los mejores escultores realistas del mundo, sólo flanqueado por su hermano Paco y por Antonio.

Creo que yo le caía bien, como él a mí, y eso es un honor y lo digo sin empacho ni esperar nada (cómo podría ser de otro modo). No sé qué tal se habrá comportado un cuadrito mío, un paisaje imaginario de los que yo hacía entonces –tras la abstracción de los 70– que quiso cambiarme por una obra suya que guardo en un lugar preferente de mi casa.  Tendría que llamar a A. y recordar un poco a Julio pero no creo que sea bueno para él. La última vez que hablamos me dijo claramente que ya no le quedan amigos. Y por el tono sé que la palabra para él no significa lo que la gente común entiende. No, no resulta apropiado despertar emociones tristes en la gente mayor. Descanse en paz el gran escultor.

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La primera obra de Julio que pude frecuentar estaba en la biblioteca del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, un lugar inaccesible para los visitantes salvo excepciones. Había dos obras realistas: una pareja de novios de Antonio y la silla con botellas de coca-cola vacías de Julio, misteriosas, cerradas en significado, en cierta manera –disculpen la repetición– con la solemne y oscura presencia de un escriba egipcio. Fascinante.

Fernando era entusiasta de ambos artistas, Antonio y Julio. De ambos tenía obras y una de las fotos más bonitas del Antonio juvenil se la tomó él. Contaba, cuando Antonio ya era casi una leyenda, que fue un día a su estudio y se encontró un membrillero completo en el suelo, dibujado en trozos de papel, con ese lápiz con precisión de bisturí que gasta el gran pintor realista. Después te llevaba a su gabinete de dibujos y grabados clásicos – los mejores en manos privadas– y te mostraba uno de aquellos fragmentos que rescató y compró. Enmarcado con la misma importancia y dignidad que un Goltzius.

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Hago cualquier cosa salvo las que me benefician comercialmente. No puedo convertirme en una máquina de producir o dedicarle un tiempo que no tengo a buscar promoción. En cierto modo era muy feliz cuando Juana se ocupaba de todo y recibía mi cheque mensual. Que no era generoso pero permitía llevar una vida tranquila, en el estudio de Madrid o en la soledad del campo.

Hace unos días revisé cuadros que llevan más de treinta años castigados contra la pared. De los que no rompes y tiras porque tienen algo que no puedes considerar fallido y, seguramente también, porque traen vida y recuerdos, como la persona a la que no ves desde hace mucho. Y como ella, perjudicados por el paso del tiempo. La pared es mal asunto para los cuadros cuando no están colgados sino vueltos hacia ella: los colores se abotagan y las telas se deforman sin que nadie las mantenga con la tensión adecuada.

Recuperé dos: un paisaje del pantano de Zorita en otoño y una copia más antigua todavía del cíclope de espaldas de La Fragua de Vulcano, para mí el torso mejor pintado de toda la pintura española. El paisaje ya marcha por el camino correcto y con el cíclope (un cíclope curioso pues parece tener dos ojos aunque sólo muestre uno) tuve que comenzar por restaurar la pintura. En aquel tiempo todavía mezclaba algo de resina con el color y eso es terrible cuando se trata de pintura sobre lienzo pues resta flexibilidad a las capas pictóricas y las vuelve quebradizas. Todavía hay que planchar un poco algunos puntos del dorso del lienzo y cambiarlo de bastidor.

En su día lo dibujé a partir de la ilustración del cuadro que aparece en la edición de 1960 que hizo Revista de Occidente con el texto de Ortega. No me lo diga pues no puedo trabajar con gente alrededor –soy un completo solitario en lo que se refiere al hecho de pintar– y el trabajo en el museo queda descartado. Es una forma de decir que, ahora con mejores medios y más oficio, veo pequeños defectos que entonces no veía, ni podía ver dado el tamaño de ese torso en la ilustración mencionada. He tenido que tocar bastante el fondo, así como la cabeza escorzada y el torso. Prácticamente –tras las correcciones– lo he pintado de nuevo. Ahora, cuando lo termine, irá a la pared pero con un marco. Después de tanto tiempo castigado bien lo merece.

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Tiene una moto preciosa y se da vueltas por el pueblo y los alrededores. No puedo decirle la envidia que me da y cómo hace que vuelva aquella Derby 125cc en la que me pillaron los de Tráfico, con carnet de 74cc y una novieta detrás. Tres meses sin carnet y multa.

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Lo dice y soy consciente de ello: no nos quedan tantas primaveras que disfrutar. Pasar de los sesenta es vivir de prestado.

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