Hombre al agua

 

 

Acompañé a mi madre a aquel barrio. Fue la primera vez que confió en mí dejándome solo, jugando en el sol de la tarde, mientras se probaba alguna prenda en la modista.

De una casa salió un niño mayor, se agachó, escogió con cuidado una piedra y me la tiró. Permanecí quieto esperando que no me diese pero me acertó de lleno en la parte alta de la sien derecha. Tras el impacto doloroso sentí un líquido corriendo por la mejilla pero no llovía. Pensé que sudaba y me limpié con los dedos, fue mi primera sangre.

No sabía con exactitud dónde estaba mi madre y aquel barrio, además de raro, era desconocido. Permanecí en el sitio, inmóvil, como me habían enseñado, hasta que apareció. Para entonces debía tener la cara y parte de la camisa en rojo.

Pegó un grito, buscó un teléfono y llamó a la policía.

Supongo que aquel niño daría en psicópata, un etarra tal vez –reconozco que me agrada la idea– y que tanto él como su malvada madre terminaron en el calabozo. En realidad no recuerdo qué ocurrió a continuación.

*

Creo que fue Rubens quien dijo a Mayerne, su médico y amigo, que el blanco es el pan de la pintura.

El aserto dicho desde el oficio lo corrobora la tecnología: en un cuadro barroco de buena escuela el blanco de plomo representa alrededor del 80%.

Los que no conocen el oficio no saben por qué.

*

La transparencia del blanco de plomo ha marcado un estilo de pintura que desaparece con los últimos barrocos pues, para lograr un empaste opaco hace falta medio centímetro de espesor.

Un día tal vez me coloque en la cabeza una de esas camarillas de vídeo y filme todo esto para satisfacer la curiosidad de unos cuantos.

*

Una de las cosas que me suceden con Picasso es que suele interesarme más su punto de partida (una fíbula celtíbera, una máscara ritual africana, una incisión romana sobre alabastro después rellena con almagre…) que los resultados. Una de las razones puede ser que, en ese papel de profesor de historia del arte que se arroga, suele incluir una parte chistera, de chiste gráfico, que no termina de atraerme.

*

Me hubiera gustado llevar una vida apacible, parecida a la de Velázquez (lo dicho no incluye su talento), pero se va pareciendo más a la de Caravaggio, por el momento sin crímenes.

*

El amor por la historia del arte condiciona la mirada y hace que sea imposible no desear vincularse a la tradición. En mi caso, para ser exacto, a los períodos de la historia del arte que me interesan; o mejor: por autores de tales períodos y aún más por obras concretas.

*

Esos pintores modernos que tiran un desnudo sobre cama o diván, a lo Tiziano, pero sin historia entre líneas.

*

Cuando triunfa la irracionalidad lo hace en nombre de la razón.

Scrutton

*

Caída en la calle por la que suelo ir de la plaza a casa. No sé, tal vez pisé mal y el bastón que algunos días me sirve de ayuda por la artrosis no fue suficiente para evitar que cayese como peso muerto sobre el mismo hombro que me hice trozos hace años y está lleno de tornillos.

Dolor, ridículo y dos personas amables que me ayudan a levantarme porque no puedo. Nada roto ni desplazado pero duele con ganas.

*

Hay una ventaja para los escultores en piedra (los que funden bronce veían en el pasado cómo acababan sus esculturas en cañones, es decir, en lo contrario de lo que pretendieron, que es sugerir la vida en materia inerte) sobre los pintores: cuando una pintura se destruye no queda nada, y muestra de ello es al arrepentirte de la sesión: empapas un trapo en disolvente y todo lo hecho desaparece sin dejar huella. El escultor puede tirar su obra ladera abajo, por un barranco o desde un balcón y bastará con que algún fragmento se salve. Casos hay en los que juzgamos la calidad de un escultor remoto en el tiempo por poco más que unos muñones.

Algún esteta decía que fue una suerte perder los brazos de la Venus de Milo, esos apéndices tan poco lucidos escultóricamente que resulta difícil colocarlos de un modo natural y que no estorben.

*

Mis pinturas no ofrecen temas excepcionales o raros. Procuro mirar y pintar de modo tranquilo. Me aterra hacer una pintura literaria, surrealista o simbólica. Mi único objetivo como pintor es abrir una ventana al mundo real, sin fanatismo. Sugiriendo, sin coger por el cogote al espectador.

*

Cuando regresé de los ritos funerarios de mi padre me puse a pintar un recuerdo: su cabeza muerta, tornasolada del rosa agrio a un violeta que iba virando a verde por momentos y al amarillo macilento de la cera antigua.

Tuve unos segundos para buscar un ángulo expresivo y tomar una foto con el móvil. Hoy no se puede hacer de otra manera. Anoté mentalmente las relaciones de color pues, de la foto, muy poco me serviría.

Apenas aguanté la primera metida de masas coloreadas. El 4 de febrero debería haber sido su cumpleaños y pasé un par de días con él, afinando. Acabada la sesión no pude seguir más.

Ahora hay dos retratos de mi padre en el estudio: uno posando y vivo con 85 años y este, ya muerto, con 88.

Dónde irán a parar. No lo sé y no tiene importancia. Pretendo ligar su vida a la mía a través de una tela, unos polvos de colores y un poco de aceite. Devolverle con las manos algo de la vida que me dio.

Nuestra relación no fue fácil. Era un hombre duro, educado en la dureza de una posguerra de familia arruinada. Y al tiempo muy sentimental y sensible. Nos llevamos muy bien al principio, –era mi ídolo, mi espejo de valor–, muy mal en medio y nuevamente bien en su declive.

Hablábamos con frecuencia por teléfono y yo le contaba mis dificultades en las horas amargas. Sus respuestas solían ser breves, secas muchas veces, pero acertadas como luego he visto. Se quedó huérfano niño y la vida de su familia se fue a pique pues la actividad económica giraba en torno al padre, mi abuelo. Su madre fue incapaz de echarse la responsabilidad encima y su hermano mayor fue señorito de mesa camilla. Le cayó a él tirar. Le gustaba la música y cantaba muy bien pero debió dejarla al tiempo que se hacía persona y estudiaba por las noches.

Una de las últimas veces que comimos juntos y tranquilos, volvíamos a casa y, al pasar por cierta plazuela granadina, recordó una actuación en aquel lugar muchos años atrás. Los ojos se le perdieron y no pude seguirle. Después me dijo, y no era pregunta, qué hubiera sido su vida de haber seguido con la música.

La música también marcó la mía en los años de niñez y adolescencia y hacia el final de la veintena tuve que optar. La pintura era más fuerte. Cuando comenzó su declive físico quiso pintar pero lo hacía muy mal, no entendía los óleos aunque dibujaba aceptablemente dada su antigua profesión. Los pocos cuadros que pintó no valen nada.

Padre e hijo, hijo y padre, en un laberinto de espejos, buscándonos para encontrarnos cuando ya todo estaba decidido, sin posibilidades. La vida estaba hecha y sólo faltaba el final, que fue conmovedor  y reservado.

 

***