Menesterosos

 

 

Asombrado, como tantos conciudadanos estos días, del modo en que ha prendido la imbecilidad en la sociedad española. Puesto que no creo en la espontaneidad en lo social pienso que se trata de la habilidad de la política para crear problemas donde no los hay –o meterles la lupa y magnificarlos– y, al mismo tiempo, ofrecerse para arreglarlos.

Lo más preocupante es la facilidad con que se pueden poner en marcha movimientos sociales que terminan ahogando también a quienes los crearon.

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En algún sitio he leído que Andrés Segovia fue a oír a Paco de Lucía tocar el Concierto de Aranjuez o parecido. No le gustó y lo dijo. Cuando se enteró Lucía respondió, molesto, que él podía tocar lo de Segovia pero al revés no.

Los flamencos aplaudieron el desplante torero aunque estuviera basado en la mentira: Segovia no podía tocar lo de Lucía –por racial– pero éste tampoco lo de Segovia. Tocarlo, sí. Tocarlo como Segovia, en absoluto.

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El miedo a los monstruos es absurdo: el monstruo, el peor de todos, siempre es uno mismo.

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Me gustaban más los escultores que no hacían monumentos salvo cuando tenía sentido. Molestaban menos.

Ahora que todo es arte y el oficio no importa cualquier tipo con una radial y una soldadora te monta un monumento que tiembla el Misterio.

La gente no distingue. Mira el cacharro al principio y después lo ignora, como si fuera otro coche aparcado. Por algo lo han metido en la categoría ‘mobiliario urbano’.

A mí me gustan los monumentos a éste o aquel pero que tengan sentido, que se vea de qué van.

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El divulgador de secretos ajenos suele guardar los propios en caja alquilada.

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Tuvimos mucho miedo a las ideas, heredado de nuestros padres. Pueden empezar en la cabeza de alguien, pasan a los libros, por las aulas y dar en política, que es preámbulo obligado al campo de batalla.

Hicieron, y seguimos, estrangulando las ideas llenando el mundo de funcionarios y de tantos políticos como sea posible, mientras cerramos cuarteles y desarmamos a los ejércitos. No son necesarios en un mundo en el que la Bondad Universal ha triunfado y al invasor se le recibe con bizcochos.

Mientras esto ocurre, un comunismo tapado –y que ha aprendido que la gente debe poder circular libremente e irse donde le parezca, leer lo que quiera y ver tanto porno como el cuerpo le aguante– ha ocupado el sitio. No se llama comunismo, ni mucho menos, pero repite el esquema: el poder real en manos de muy pocos y fuera de él no hay posibilidad de vida.

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Oír muy seguido a Chopin lleva a creerse más sensible de lo que uno es. Y mejor persona si oyes a Bach.

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Con los años me llegó el cansancio de la trinidad Bach-Mozart-Beethoven. El último me abruma y me lo sé de memoria. Sigo fiel a ciertas obras suyas menores y a los últimos cuartetos de cuerda. A Mozart lo gasté mucho y me hizo disfrutar, especialmente con las operas en italiano y momentos realmente sensibles entre montañas de música por metros. De Bach, que lo tengo tan machacado como a los otros dos, sigo oyendo con disfrute todo el Kantatenwerk, las Pasiones y, de tarde en tarde, obras extraordinarias pero demasiado sobadas como todo aquello que acabó en midcult. Reconociendo que el verdadero genio brilla hasta en un esbozo.

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Poca pintura en el lienzo y transiciones difuminadas no siempre tienen detrás a un pintor más sensible. Rembrandt va poniendo más pintura y se preocupa menos de los bordes a medida que su sensibilidad va haciéndose enfermiza.

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No sé por qué se pinta pero es lo que vengo haciendo desde niño, con algunas rachas poco productivas. No se pinta por dinero, eso lo tengo muy claro y queda reservado a los artistas. Soy pintor, no artista.

Que te den dinero por tus pinturas nada tiene que ver contigo sino con circunstancias ajenas e incontrolables por ti. Puede ser o no, y tu calidad de pintor no entra en ese juego. La moda, el gusto o disgusto de un tiempo, un sistema de valores trucado. Imposible saberlo y no vale la pena gastar tiempo en ello.

Si puedes pintar y sostener a tu familia, es lo mejor que te puede ocurrir. Si no, continúas pintando y acumulando obra. Puede ser valiosa en el futuro o servir para hacer lumbre, tampoco lo sabes.

Los que pueden entenderme ya están muertos o han entrado en la edad peligrosa. De los que podrían hacerlo no tengo noticia y desconfío mucho de todo lo que signifique “mundo del arte”, incluyendo las facultades de Bellas Artes.

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Mientras en Norteamérica se mantenía la tradición académica, en la enseñanza y en la práctica del oficio –dentro de los talleres pues en la enseñanza oficial universitaria se destruía–, en España la crisis de la academia venía arrastrándose desde finales del siglo XIX y explotó con el picassianismo. Con la Escuela de París, para ser más exacto.

Los pintores antes de Picasso practicaban un oficio del que podían vivir, unos cuantos realmente bien. Picasso, mediante un golpe de audacia y buena ayuda, se hizo millonario (no se engañen: ya cobró millones por el Guernica). A partir de ahí los artistas tiran el oficio a la basura y buscan dar su propio golpe de audacia para ser millonarios. Lo consiguieron algunos: Tàpies y Barceló, entre otros, pero no sólo ellos.

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Con la ruina de la clase media europea llega también la ruina de los pintores. Como en la vida misma, se salvan los millonarios, aquellos en los que se invirtió fuerte de verdad y no se pueden dejar caer.

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En el flamenco, en su momento decisivo, se formaron dos grupos: los que fueron a las capitales y los que se quedaron en los pueblos o debieron volver a ellos, fracasados.

Los primeros, con suerte desigual, ganaron dinero y pudieron pasar una vejez más o menos tranquila. Los segundos tuvieron que seguir con el trapicheo, la venta de pan o la fragua.

Cuando los entendidos tomaron cartas en el asunto (eran entendidos más bien de libro y sobrevenidos pues los cabales verdaderos eran los señoritos con parné que contrataban flamencos para las fiestas particulares y entendían un huevo y la yema del otro) se decidió que había un flamenco puro (el de los cantaores y guitarristas de pueblo) y otro comercial, el de los tablaos en las capitales.

Nunca hubo un flamenco puro, en ningún sitio, pues –mientras existió y estuvo vivo– cada familia, cada cantaor, cada pueblo, le dio giro y sello. Y los tablaos aportaron variedad y palos pues los de pueblo no salían de soleá, seguiriya y bulería.

Hoy todo el mundo, incluso los profesionales, opinan que los que se quedaron tenían razón y eran los buenos –seguramente por perdedores– aunque ellos actúen como los que se fueron a los tablaos.

Es la mística del que perdió los trenes. Tendrían que estar vivos Perrate, Joaquín de Paula, Manolito de María, por ejemplo, para preguntarles sobre esto de la pureza y las miserias que conlleva.

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El atuendo de los artistas siempre ha sido muy importante. Los hubo muy elegantes, como da fe Palomino sobre Velázquez.

Noté que X. comenzaba a ser famoso de verdad y a ganar más dinero que sus marchantes cuando comenzó a vestirse con ropa de diseño. Hasta entonces iba de lo correspondiente: currela de diario y currela en domingo para las inauguraciones. Se lo dije y, por el gesto, supongo que le hizo gracia.

En los años pródigos de la juventud hubo uno que quiso lanzarse a base de atuendo: se rapó la cabeza –en un tiempo que eran raros los calvos totales– y vistió de papagayo, rematando con un sombrero amarillo, que hacía de cresta. Nadie sabía si pintaba, esculpía o picaba carne bajo tarima. Lo protegía una princesona mayor que él, hija de alguien.

Iban siempre juntos a las inauguraciones, mesas redondas de ‘arte y política’ (lo propio de entonces), presentaciones de libros y todo aquello. Siempre que el convite apareciera en El País, que era la referencia.

El diarista X. y servidor participábamos en uno de aquellos festolines y allí estaba la pareja, protectora y protegido, muy bien sentados. En un momento del coloquio, ese en el que los que van a que les vean sueltan lo suyo aunque no venga a cuento, al diarista se le infló algo por la parte pélvica, se puso en pie y gritó: ¡El del chapó que se calle de una vez!

Eran tiempos en el que los imbéciles eran más pudorosos porque recién estrenábamos democracia y el miedo a meter la pata y hacer el ridículo estaba más vivo que ahora.

El lorito y su cacatúa callaron como si les hubiera dado un vitango mientras una parte de la audiencia –numerosa– enmudecía y la otra soltaba carcajadas.

No hubo manera de continuar con el enunciado y se acabó la fiesta. Del tío del chapeau amarillo no sé qué fue, aunque supongo que tuvo carrera corta. Pero me dio una lección que retomo en la vejez: en el arte no se es nadie sin el atuendo apropiado, lo más de artista posible, e imprescindible coronarse con algo en la cabeza, mejor si es de color subido.

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Hablo de mí porque conozco de cerca el tema. Un amigo me dijo que la queja por escrito es de menesterosos. Seguramente, pero cómo no decir, siendo pintor, que me duelen las manos al punto de no poder abrir los tubos de óleo o mover el pincel demasiado tiempo.

De joven me impresionaba que el viejo Tiziano se atase el pincel a la muñeca pues no podía sujetarlo entre los dedos. Y llega, te llega a ti.

Para abrir los tubos cuyos tapones se han quedado un poco duros encontré la forma de hacerlo. Lo otro, pintar cada vez más rápido y de primera, o segunda, intención. Pintar alla prima sin hacerlo.

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