Pura cáscara

 

 

Cada día una batalla que sé voy a perder.

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En Francia, en mi ‘prodigiosa juventud’ –como dice con sorna un amigo–, hablando de otras cosas, alguien dijo: –Como Pétain, que de victoria en victoria nos condujo a la más escandalosa de las derrotas. Me quedé con la frase pues describe muy bien, una vez despojada del sentido político, lo que es la vida de las personas.

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La primera broma que le gasté a mi padre fue ponerle un petardillo dentro de un cigarro. No sé si lo fumó sabiendo que estallaría o no pero recuerdo las risas. Tenía una de esas caras que, al reír, parece que sale el sol entre las nubes. Era por Nochebuena y tal vez se dejó engañar para que los niños nos sintiéramos felices.

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Mi padre tendía a la exageración. Cuando llegaban las Navidades instalaba en la habitación más pequeña de la casa un árbol de considerable tamaño y un Belén en el que no faltaban ni las ranas. Como era muy hábil el molino se movía con el agua de un riachuelo artificial y, cada cierto tiempo, la caña del pescador se doblaba como si hubiera picado un pez. Los Reyes Magos, con toda su comitiva, se iban acercando al portal, pasito a pasito, cada noche. Lo hacía mientras estábamos dormidos. Le gustaba lo maravilloso. Un niño que no tuvo infancia al quedar huérfano de padre. Y para nosotros la suerte de tener un padre-niño.

El asunto era que, entre árbol y Belén, los adultos sólo entraban de canto. Y padre se empeñaba en que las celebraciones, brindis y campanadas, tuvieran lugar en aquel hueco. Un misterio que no he conseguido aclarar.

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En ocasiones es más difícil para los contemporáneos distinguir un estilo personal de pintar o, en palabras que me gustan más, un modo de pintar lo visible.

Estoy seguro de que el estilo de Vermeer podía pasar desapercibido entre Ter Borch, Hooch y el resto de intimistas holandeses hasta que el aire del tiempo abandonó a todos y su pintura quedó libre para ser vista sin ataduras, lo que en el caso citado no sucedió hasta el siglo XIX.

Hoy nos puede parecer absurdo que se confundiera el realismo de cristal y tiempo detenido de Vermeer con el costumbrismo realista de los otros, pero miramos desde una perspectiva diferente, a hombros de gigantes. O como me gusta repetir, la frase de Blanchot a propósito de los ángeles músicos del pórtico de Chartres, que para nosotros son esculturas y ángeles para sus coetáneos.

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No sólo hay que ser muy valiente para destruir tu propio modo de pintar y acumular empaste sobre empaste como hace Rembrandt en su vejez. Además hay que tener su dominio del oficio de pintar y, por qué no decirlo, sus tripas. El hijo del molinero con habilidad para el dibujo que estaba llamado a destruir el retrato humanista de la tradición renacentista por la intensificación del yo representado, buscando materializarlo, hacer un bulto de carne con alma chisporroteando entre la luz y la sombra. No descree de los ideales cristianos que inspiraron el humanismo sino que nos coloca –como somos, reales, carnales e imperfectos– en presencia de Dios, abrumados y solos en la angustia, tratando de oír el silencio.

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Queremos volver al cerezo en que nos subimos siendo niños para revivir el momento pero sin la inocencia y eso es hacer trampa.

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El recuerdo es una traición, bien porque lo alteramos o porque somos incapaces de colocar actores y objetos en el sitio en el que estaban.

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Lo más difícil de pintar no es un ojo o una nariz sino un árbol, el cabello de una persona o las nubes. El ojo es un volumen y participa de las reglas comunes a todo volumen. Igualmente la nariz o la boca. Un árbol está en un espacio que lo contiene y al que él mismo da forma también. No es una bola sino un organismo dinámico que extiende ramas y hojas en todas direcciones, absorbiendo y reflejando la luz y el momento.

No hay pintores que representen con propiedad los árboles hasta bien entrado el siglo XIX. Los árboles de los pintores barrocos, aunque puedan parecer convincentes, son formas que ayudan a componer, a ocultar o servir de fondo a lo importante, que era la figura humana. Tampoco los impresionistas los representaron bien pues el problema no se resuelve deshaciéndolos en el juego de los complementarios. Sus árboles son, permítase, ‘árboles de pintor impresionista’. ¿Y el hiperrealismo, que los pincha como si fueran insectos, cosificados e inorgánicos, pura cáscara?

Quienes hayan leído el tratado de Palomino saben que el razonamiento expuesto es suyo cuando dice que la excelencia de un pintor se ve en el picado de un árbol, el peleteado del cabello o la forma de representar las nubes. Después de tantos años de oficio no tengo más que reconocer su acierto.

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Mi padre era incapaz de quedarse quieto. Después de varios infartos tuvo que jubilarse, así que se puso a construir aviones de aeromodelismo. Al principio compraba planos y los seguía puntualmente pero, en cuanto adquirió maestría, hacía sus proyectos y conseguía que volasen. Por su tendencia a exagerar construyó uno de tres metros de envergadura, seguramente capaz de transportar a una persona y que debía gastar tanto carburante como uno de verdad. Era así, perseguía la excelencia en todo cuanto hacía y se convertía en un referente dentro de la actividad pero, en cuanto le llegaban los homenajes, hacia mutis por el foro. Los últimos años de su vida fueron penosos, atado a la enfermedad de mi madre, sin moverse de su lado. Deseando salir a la calle pero negándose a hacerlo por sentido del deber y por el amor que sentía por ella. Se amaban desde la adolescencia, ella tenía catorce y él diecisiete años cuando se hicieron novios. Las últimas veces que hablé con él me pareció que quería irse ya pero no lo entendí.

 

 

 

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