Manías

 

 

Rembrandt, en su última etapa como pintor, no quiere pintar la luz sino que la luz le pinte el cuadro. Puedo estar equivocado pero me gusta pensar que tal giro se debe a la influencia del joven Spinoza, a quien el viejo pintor frecuentaba.

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Cómo defiende Velázquez a sus retratados, de qué manera los mete en luz y sombra de modo que su fealdad, mucha, quede atenuada ante el chisporroteo, el fulgor, que emana la obra. Sólo tuvo dos modelos agraciados en la corte, Isabel de Francia y el infante Baltasar Carlos, pero se le murieron pronto.

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No hay la menor diferencia técnica entre Rubens, Van Dyck y Velázquez. Es la misma y, como ya he repetido en varias ocasiones, Rubens la transmitió a Velázquez durante los nueve meses que el flamenco permaneció en la corte española y en los cuales, no tengo la menor duda, Velázquez fue su ayudante. No es sólo el abultado número de obras que pintó Rubens en España y su tamaño, imposible de llevar adelante en todas sus partes por un solo pintor, sino el giro radical en la técnica pictórica del sevillano.

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Para comprobar lo anterior hay que ir a las obras inacabadas, a las que quedaron en sus primeros estados. El historiador del arte debe comparar la llamada ‘Costurera’ de Velázquez con los dos retratos de hombre iniciados y abandonados por Van Dyck que están en el Ashmolean. Las similitudes en el planteamiento inicial son paradigmáticas. Al tiempo véase la obra que Rubens dejó comenzada, y no pudo acabar pues le sorprendió la muerte, que está en lo que fue su casa y estudio.

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Caravaggio impuso las imprimaciones oscuras, sobre las que hacía un dibujo minucioso y totalmente acabado en todas sus partes. Con el albayalde empastaba lo que serían las zonas de luz, dejando la imprimatura sin tocar para establecer y reforzar las sombras. Rubens, y en consecuencia sus dos más grandes discípulos en lo técnico, aplica imprimaciones más ligeras, algo transparentes y generalmente dobles –una oscura debajo y otra más clara encima, dejando traslucir la inferior. No hay un dibujo previo exhaustivo (de hecho tanto en Van Dyck como en Velázquez, no hay ninguno) sino una someras indicaciones de la forma y posición en el espacio plano del lienzo. Colocan unos fuertes y empastados acentos de luz y se tiran ‘al bulto’: la figura se construye durante el proceso pictórico, no es un asunto previo. Su pintura sale ganando en luz, matices obtenidos con pocos elementos y una atmósfera, el aire, más evidente y creíble. ¿Y el carbonato cálcico, que está volviendo locos a la mitad de los pintores que se interesan por el oficio desde que Garrido –y bastante antes Cabrera– lo detectasen en las micromuestras? Debajo, en la imprimación blanca a la cola, de la que algunas partículas han ‘trepado’ a estratos superiores.

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Sorolla tira con todo lo que tiene desde el principio. Velázquez se guarda triunfos en la manga para el final de la partida.

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El monstruo humano también puede ser sujeto de la pintura. Nos intriga o compadecemos de él en Velázquez y Carreño y nos espanta en Bacon y Lucien Freud. Aunque puestos a espantar, que es una manera cruel de arrebatarles la dignidad, la fotografía es mucho más elocuente.

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Los grandes retratistas fueron algo caricatos. Más que la exactitud nos ponen delante lo que hace que conservemos en la memoria a esa persona. Es un don, como el buen oído en los músicos, y no lo resuelven el oficio y la academia. Si nace exacto pero muerto no tienes nada.

Los maestros, supuesta la exactitud de las proporciones de la que depende el parecido, van a por el alma. Ningún hiperrealista o académico podrían pintar el retrato de Inocencio X. Son retratos que saltan por encima del parecido –cabal– para entrar en la categoría del ‘que te come’, inalcanzable para la mayoría de nosotros.

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Cuanto más acabado está un cuadro más fácil de copiar. No puedes copiar aquellos en los que la mano del pintor, su inteligencia pictórica, fluye por el pincel y se convierte en caligrafía personal. Puedes copiar aplicadamente un Ingres, un Madrazo o uno de esos ejercicios de virtuosismo encarnado en bodegón holandés, pero no puedes copiar a Velázquez, a Sorolla o al Van Dyck de los retratos intimistas.

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La Revolución Industrial, y su correspondiente Recetario, cambiaron la pintura. No tanto porque se descubriesen nuevos pigmentos sino porque los colores al óleo comenzaron a entubarse. Parece muy sencillo poner un color bien amasado en un tubo de estaño, cerrarlo y pensar que se conservará indefinidamente puesto que no entra en contacto con el oxígeno del aire, que es el agente que oxida y seca el aceite. Pronto se dieron cuenta de que, para mantener un stock viable necesitaban aditivos pero, especialmente, que todos los colores tuviesen la misma consistencia y granulometría. Ahí comenzó el infierno para los pintores pues, al aplicarlos sobre el lienzo, unos deben ser pastosos y otros fluidos. Así que comenzaron a comercializar médiums, que los grandes maestros del pasado no utilizaron ni oyeron mencionar. Ahorro al lector no técnico las barbaridades y horrores que pasaron por fórmulas magistrales, arruinando obras en pocos años. Y mira que era sencillo: ‘¡Niño, amasa blandito, sin pasarte!’ o ‘¡Chico, corto de aceite!’. ¿Se entiende?

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Los pintores del pasado gastaban grandes sumas de dinero en atrezzo: telas coloridas y lujosas, corazas, cascos y toda clase de utensilios para vestir a los modelos y y representar sus historias. Rembrandt fue paradigma de ello en su juventud, cuando el dinero entraba en su taller a manos llenas: lo compraba todo, desde la seda más exótica a la pluma de un ave única con la que adornar un sombrero. Al llegar la bancarrota, los acreedores se quedaron con todo.

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La pintura no comienza con la emoción sino con el oficio. La emoción recuperada es el final, si la obra sale.

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Cuando la dificultad es un fin en sí misma ya no hablamos de arte.

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El pintor, mientras está pintando, no vive en este mundo sino en otro que no soy capaz de describir. Si pinta para él y no para el público o el comercio.

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El igualitarismo es el cáncer que devora la inteligencia. La única igualdad es la de las almas ante el Juicio de Dios.

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El monarca absoluto tenía menos poder que los tiranos surgidos tras la Revolución Francesa. Y aquellos tiranos menos que estos salidos de las urnas igualitarias. 

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En el paisaje el cielo supone más de dos tercios del trabajo. El resto son matojos, piedras y algún camino para romper la monotonía de los planos paralelos. Si tienes el cielo, ya tienes tres claves: tonal, cromática y anímica, que es la más importante.

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Los grandes maestros de la Edad de Oro de la pintura pintaban como se dibuja pero en colores. El intríngulis, pues, consiste en saber cómo se dibuja.

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La caridad es más potente que la justicia pero va detrás de ella. Es, estrictamente hablando, lo que nos humaniza. El perdón es, probablemente, la forma más sublime de la caridad.

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Una sociedad sin Dios pronto da en inhumana. El temor de Dios es más fuerte que el temor a la ley. La segunda se burla fácilmente.

Si no existiera el temor de Dios, aunque se le llame ‘tabú de la especie’, sólo nos apartaría del asesinato el miedo a las consecuencias legales. No estoy diciendo que Dios deba estar en la política.

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Humanitarismo sin Dios acaba pronto en negocio.

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Por suerte para el futuro no podemos preverlo.

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Esta maldita manía de no dar batalla por perdida, que me lleva a malgastar el poco tiempo que me queda en cuadros que no se pueden salvar.

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El náufrago prefiere estar en su islote cazando cangrejos, comiendo cocos y viendo pasar las nubes, a meterse en el mar y dejarse ahogar, aunque sepa que puede morir sin ser rescatado. El condenado a muerte prefiere cadena perpetua, pasar la vida encerrado antes que la muerte a fecha concreta.

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El pintor usa los colores de su paleta para establecer equivalencias tonales y cromáticas con lo visible. Por poco exaltadas que sean y mucho quieran ajustarse son metáforas y metonimias, no deberían tomarse por la realidad que quieren describir. Cuando el pintor encuentra una equivalencia consistente se amarra a ella y sigue las exigencias de gama. A esa coherencia la llamamos justeza en la escala tonal y cromática (son diferentes aunque interdependientes). 

Los medios, para ser eficaces, han de ser limitados. Por ejemplo, en una cabeza pintada por Velázquez raramente encontrarás más de cuatro tintas. 

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La confusión entre realidad y realismo suele ser interesada.

 

 

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