Carreteras secundarias

 

 

Con las promesas de primavera en el aire salí ayer por la tarde a dar una vuelta en coche, buscando carreteras secundarias y caminos para tomarle el pulso al campo. Llegué hasta el pueblo de LC. desde el que todavía se ve el mío, al fondo, aunque muy alterado por las últimas construcciones añadidas durante la reciente fiebre ladrillera.

Es inevitable que te preguntes por la impresión del que llegaba hasta La Albuera y desde allí podía ver las defensas árabes, el espolón, y las torres de Santa María o el Alcazarejo, por no hablar de las casa-fortaleza, como la de Altamirano, cuyo nombre ya indica el lugar preponderante y la altivez con que asoma por encima de la primera línea de defensas, junto a la de los Escobar y el arco de San Andrés.

Pero en LC todo es diferente: el pueblo original ha sido borrado por este otro de caprichos arquitectónicos, o simplemente albañilescos, un verdadero muestrario de todo aquello que los almacenes de materiales de construcción pueden ofrecer de feo. Se acabaron los albañiles que sabían obrar sin líneas exactamente rectas, todo es duro y doloroso; la imaginación no hay manera de que prenda en esas aristas.

Descubrí más tarde algunos raros ejemplares de lo que el pueblo fue: casas blanqueadas, orgánicas -porque crecían a medida que se necesitaban más estancias- y con el zócalo pintado de gris azulado, un elemento común antaño en muchos pueblos de la zona. Eso que una amiga llama «el minimal extremeño», -está muy bien definido-, y ahora avergüenza a los propietarios, si es que todavía viven.

A la salida, camino de I., hay una planta fotovoltaica, una de esas cosas monstruosas que nos han vendido como no contaminantes y bajo las dos etiquetas mágicas de nuestro tiempo: sostenible y renovable. Lo cierto es que la contaminación visual es tremenda y el resto no sé pero me ha contado quien sabe de ello que las tales placas contienen un material tan peligroso como el uranio, aunque de eso no se hable por el momento.

El lugar está vallado, hay focos por la noche y cámaras en todos los ángulos con lo que resulta inevitable que meta miedo. Bueno sería que no supiéramos de quién son las fincas donde se han posado estos artefactos pero el caso es que se sabe y no agrada por lo que tiene de guasa hacia el contribuyente, de soltarle un gargajo al tiempo que se invocan palabras comodín, que parecen comer orejas. Azar seguramente, casualidad, que muchos antiguos ladrilleros amigos del poder se hayan convertido en príncipes de las energías renovables y la sostenibilidad, cuando no los políticos o sus familiares. Debe ser porque un kilowatio cuesta entre cuatro y cinco veces más que otro producido en la nuclear y los emporios, o tinglados, hidroeléctricos -obligados a comprar preferentemente esa energía- nos lo repercuten en el recibo. Menos mal que las subvenciones a fondo perdido han cesado, aunque de momento es un estupendo negocio.

Después, pasado el horror, llega el campo con sus sembrados y pastizales, hoja nueva que amarillea por falta de la lluvia que no está cayendo. En el palo de una cerca hay un milano real, muy tranquilo, oteando su territorio de caza, esperando melancólicamente que caiga la luz para retirarse o, más seguramente, fichando a ver lo que se mueve para darse una buena cena.

Al fondo de la carretera hay un stop. Una de las direcciones lleva propiamente al pueblo de I. pero la que yo quiero coger, hacia la montaña, está cortada por obras y debo desandar el camino. A la vuelta levantan con pesantez dos buitres que antes no vi, tan enfrascados debían andar en lo suyo y de tal manera se mimetizan con el paisaje cuando no forman algarabía.

Regreso al pueblo y tomo la carreterita de las huertas chicas, un arrabal que bordea el que es el último paisaje medieval de España. La charca de los pescadores de tencas está en las últimas, ya no sé al pasar si la mancha húmeda es lo que queda de agua o el fango del fondo, mojado.

Esto de las huertas, chicas y grandes, era lo que su nombre indica: lugares donde se producían las hortalizas que la ciudad medieval consumía. Tierra de hortelanos es tierra de moriscos pues eran quienes mejor controlaban el tema y yo nunca he creído que los echaran a todos o no seguiría viendo ciertas caras que no vienen precisamente de Escandinavia.

Cruzo el arrabal buscando un camino que va hacia el norte, por entre cercas valladas con piedra y la fortaleza, imponente, siempre a la derecha pero el camino -¡ay!- lo han hormigonado y ya no es blando. Al salir a la carretera de P. decido girar a la izquierda, hacia La Costera, un lugar mítico para los carreros cuando los antepasados de C. explotaban minas de fosfato en Logrosán, que era transportado en grandes carretas hasta Salamanca para hacer abonos. Diego me tiene contadas muchas aventuras de entonces, con los carros, cuestas y ventas, aunque ya murió hace veinte años.

La llamada Costera es una cuesta sin importancia que ahora subes a la misma velocidad que la bajas. Me acerco hasta el río para echar un vistazo a las pozas donde llevaba a los hijos, cuando eran pequeños, a pescar cangrejos. Los de carreteras han «urbanizado» el paisaje que, en lo fundamental, consiste en destrozarlo y en que la basura, antes dispersa, se concentre ahora en pocos metros. Mi acompañante me pide que no pare y algo de música al tiempo, tal vez para borrar la mala impresión o quién sabe si para entrar de nuevo al pueblo con la luz ya matada por la oscuridad. No hay suerte pues lo que suena en la radio del coche son unas danzas barrocas, música por metros, tan previsible y monótona.