Los idus de marzo

 

Foto: James Nachtwey

 

¿De quién es la venganza? El Dios antiguo dice: sólo mía. En los grupos humanos -tanto más cuanto más primitivos- la venganza no se delega en la autoridad sino que se ejerce personal o familiarmente. Si nos apartamos por un momento del contenido religioso implícito en la frase y le damos un contenido social viene a decir que deleguemos la venganza en quien puede ejercerla sin ser injusto, sin convertirla en horror como todavía puede suceder en los grupos humanos que mencionaba.

El Dios nuevo, Cristo, aquel que se atreve a llamar Abba (Padre) a quien no puede ser nombrado, convirtiéndonos en hijos, dice: hasta setenta veces siete, es decir, perdonar siempre. Pero también distingue la posibilidad de que la institución nos vengue al decir: Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Hay venganzas calientes, apasionadas, fruto de la mente que pierde los asideros con la realidad y hace que el sujeto actúe enajenado. Y esa otra venganza de entrañas frías que busca y calcula el golpe para hacer más daño, como serpiente que acecha y sólo lanza el colmillo venenoso cuando sabe que no puede fallar.

¿Qué hacer? ¿Poner la otra mejilla y seguir recibiendo castigo o confiar nuestra venganza a la justicia, que puede hacerlo sin gastar tiempo en consideraciones ajenas al asunto, amparándose en unos hechos y un procedimiento que es neutral porque ya viene marcado de antemano?

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En un mundo de ruido, el silencio puede parecer cobardía.

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Cuando estuve en Polonia me dijo una de las personas con las que trataba: «No hay en esta tierra un solo rincón que no haya sido manchado con sangre humana». Lo recuerdo ahora, mientras leo Tierras de sangre, un libro estremecedor que pasa revista y ofrece datos muy reveladores para quienes, como yo, no los conocían en toda su dimensión.

Pero tierra de sangre no fue sólo Polonia sino toda esa inmensa franja de territorios que atraviesa Europa central de punta a punta, incluyendo parte de lo que fue la URSS. Tierras ensangrentadas por la mano del hombre. Se habla mucho de los seis millones de judíos muertos a manos de los nazis y sus aliados pero raramente se recuerdan los más de once millones de muertos que causó el terror estalinista. Se habla de las cámaras de gas, de los tiros en la nuca en Katyn pero no se tiene en cuenta que el peor verdugo fue el hambre. Un hambre planeada, ejecutada, para reducir a quienes se consideraba enemigos. El hambre ordenada por Stalin y los casos, terribles, de canibalismo; pero también la liquidación por hambre llevada a cabo por Hitler y secuaces para avituallar sus ejércitos y poblaciones e instalar a sus partidarios. Nunca el horror, el infierno en la tierra, ha sido tan bien descrito como en este libro.

Leí siendo joven cuanto caía en mis manos que tratara de explicar los porqués de la locura que embargó a los alemanes y sus aliados, el cómo la gente había abdicado de su voluntad para ponerse en manos de un monstruo, de un enviado del infierno. No pude hacer lo mismo con su contraparte porque todavía gozaba de prestigio. La izquierda internacional, comunistas y socialistas, podían conceder lo que llamaban males necesarios pero cerraban filas en torno al otro monstruo. Luego supimos del Gulag y de las persecuciones religiosas pero todo eso -siendo tan grave- no parece gran cosa al lado de lo que se nos va revelando. Extraña coincidencia el que ambos monstruos coincidieran en los medios y en los fines, antes y después del pacto Molotov-Ribbentrop.

Alguna vez he comentado que no se pueden soportar más de veinte imágenes seguidas del libro Inferno del fotógrafo James Nachtwey sin tener que cerrar el libro. Con este Tierras de sangre de Timothy Snyder tienes, además, que lavarte las manos.

 

Foto: James Nachtwey