Entre dos luces

 

 

Corto viaje a Portugal. Estuvimos por segunda vez en Sesimbra, un lugar que no tiene nada que contar salvo el fresco pescado que se puede comer en O Farol y en otros restaurantes cercanos a la playa o el puerto de pescadores. A la ida paramos a comer en Elvas, en un restaurantito familiar y coqueto, de pocas mesas, donde ofrecían langostas, bogavantes y sapateiras vivas pero Elvas es la tierra del bacalhau dorada o com natas, dos platos que -si están bien cocinados- son de primera.

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Sesimbra, como todos los lugares de playa si no haces plan de playa, es un lugar aburrido. Lo que fue pueblo de pescadores construido en ladera y con la iglesia en el medio, es ahora un vértigo de hoteles más bien de lujo, chalets y apartamentos de alquiler y, como en España, la crisis también ha dejado sin crédito para seguir construyendo a promotores que han abandonado los edificios en esqueleto, tremenda imagen de un país que pasa por malos momentos.

A mí Sesimbra me recuerda a Almuñecar, en la costa granadina, pero en más pequeño y agobiante, con un paseo marítimo que se te acaba enseguida. En las terrazas sirven el hielo como si fuera platino y, de no ser por ese espléndido pescado, no sabrías por qué llegaste hasta aquí.

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Fuimos a Setúbal por si tenía algo que ver y sí lo tiene: los restos de una pequeña ciudad provinciana con algunas quintas que se han quedado, abandonadas y sucias, envueltas por los edificios modernos asentados en lo que fue campo. Tengo la impresión de que el cogollo urbano inicial, con una iglesia de estilo manuelino muy recargada y otra influida por San Giovanni Latterano, o San Juan de Letrán, el cambio de rumbo impuesto por los jesuitas desde Roma, fue un poblado de pescadores aunque hoy la vista desde arriba te lleve a un puerto fabril y unas sucias vías de tren. El resto de la ciudad antigua lo han tomado al asalto bares y tiendas de ropa, que es como terminan todos los centros históricos, en manos de «gente maja«.

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El camino entre Sesimbra y Setúbal está salpicado de hermosas quintas que hoy son turismos rurales o sitios donde probar tal o cual vino, como en Casa Mateus en el norte, un señuelo para que las masas se den un chapuzón controlado de lujo, a un precio irrisorio pues que el verdadero lujo es carísimo. Recuerdo al hilo de esto una frase leída en Chesterton hace años: No hay que arengarlos a quemar palacios sino enseñarles a vivir en ellos.

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Vale la pena la excursión al cercano Cabo Espichel, no sólo por las falesas vertiginosas a las que no conviene arrimarse pues caen al abismo con más frecuencia de la deseable, sino por el lugar tan extraño que forman la iglesia intacta y los restos de lo que debió ser monasterio y teatro de ópera, aquí en esta desolación, en la que no se podrá asomar cuando soplen los vientos del invierno. Sobre un cable, el par de zapatillas anudadas que indica a otras bandas que el terreno ya tiene dueño. Nada más llegar nos aborda un coche de policía para decirnos que no dejemos nada en el vehículo, que no es un lugar recomendable. Malas noticias pues todo el equipaje está dentro, en el maletero, aunque lo arriesgado -porque los mangutas llevan detectores que se compran por internet- es dejarse cualquier aparato que utilice tecnología digital, aunque esté escondido.

Entramos en la iglesia, que es muy acogedora y conserva sus policromías y frescos en trompe l’oeil, mucho más refinados de lo que cabe pensar en un lugar tan solitario. Al poco me doy cuenta del aviso de la policía: pasa un tipo pedaleando distraído hasta que llega a la altura del coche y se fija en la matrícula extranjera. Da media vuelta y se aleja por la carretera de acceso, seguramente a dar el toque de aviso.

En el interín ha llegado un autobús portugués repleto de ancianos. Está fletado por el ayuntamiento de no-sé-cuántos y suelta por sus puertas a una pobre masa renqueante, obesa y con ganas por alcanzar las ruinas. Al instante lo que resta del convento se convierte en improvisado cagadero y meadero y uno ha de andar con cien ojos para no toparse con lo que no desea ver.

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Comimos en Évora, ya volviendo a España, en la pousada que está junto al templo romano. Évora es una ciudad que me gusta mucho porque está poco tocada y mantiene una vida provinciana, suya y tranquila en la que tú, como turista, no entras. Asoma por todas partes el buen gusto portugués y tienen la decencia de dejar que las fachadas se hagan viejas y adquieran pátina, sin obsesiones malsanas. Antes de comer en la pousada lo hemos intentado en el Jardim do Paço por tercera vez: las dos primeras llegamos tarde -la diferencia horaria- y ahora lo han convertido en un self-service en el que no estamos dispuestos a perder ni un minuto.

De Évora nos vamos a Estremoz, el pueblo con la torre de mármol, para recordar cuando paramos con un Simca 1200, no sé de quién, en el que viajamos a Lisboa por la vieja carretera, gente de la Internacional Situacionista, unos días antes del golpe de Estado.

La pousada, sin tener que ver, nos recuerda mucho -en el aire- a un amigo recientemente fallecido. Reposo un rato con un té verde con mucho hielo, muy bien servido, y nos vamos de allí a Vila Viçosa, un pueblo magnífico con ese curioso palacio ducal de la Casa de Braganza, cuya fachada está resuelta en dos tipos de mármol de la zona, blanco rosado y gris. Hace un calor notable y yo no soy amigo de visitar palacios en los que todo lo que hay que ver son muebles. Al tercer dormitorio quedas derrengado y con ganas de decirle al guía -obligatorio- que se calle un rato y te deje dar una cabezada en cualquiera de esas camas con dosel. Mejor visitar los jardines a los que se accede por una puerta de estilo manuelino, la de los Nudos, que es para verla.

De Vila Viçosa vamos a Borba, donde -como sabe J- hay unos anticuarios con cosas muy hermosas. Al pasar por una calle veo desde dentro del coche una escena digna de un Paul Strand: una moza en el rellano de la puerta, garrida y con la mano en la cadera, en perfecto contraposto, y cuatro paisanos en sendas sillas, dos a cada lado. Un Strand o un Piero della Francesca, qué más da, pero imposible parar violentamente el coche y disponer la cámara y para cuando hago el intento la escena se ha deshecho. Mejor fotografiarla con los ojos y guardarla en el carrete de la cabeza, mientras dure.

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En Alandroal hay un castillo con un pueblo tan encastrado que es muy complicado buscar las entradas. Está en obras y no se puede pasar. Me muero de sed, hace mucho calor, y nos sentamos en uno de esos minúsculos bares portugueses con dos mesas fuera a refrescarnos. En nuestro honor -somos los únicos turistas- encienden la fuente del pueblo, que es una fuente de diseño. Al menos quiero pensarlo así pues la hora no es para andar encendiendo fuentes.

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En Juromenha no hay nada salvo los restos de una de esas fortalezas del XVIII que se levantaron a lo largo de toda la raya contra los españoles, o sea, nosotros. Son fortalezas de un tiempo en el que la artillería ya es muy potente y puede derribar muros a cañonazos, así que las construyen con las murallas en rampa, de modo que las balas nunca impacten frontalmente y pierdan así la mayor parte de su fuerza. Las tierras que se ven desde lo alto han sido anegadas por el pantano de Alqueva, el más grande de Europa, con una parte en Portugal y otra en España. Nos movemos por las ruinas, entramos en la capilla, subimos unas escaleras hasta una bóveda hundida en lo que fue prisión. En la capilla, en la hornacina en la que estuvo seguramente el Sagrario, hay ahora unas piedras y unos palos en artificial disposición, lo que hace pensar que hay gente que la usa para cosas poco claras.

Abunda el mármol, como en toda la zona, y la gente no se ha llevado jambas, pies derechos, escaleras ni columnas. En un lugar más apartado veo que ha habido arqueólogos trabajando, aunque las protecciones están tiradas por el suelo. Eso me hace fijarme en que, en aquella parte, la muralla es de tapial forrado de piedra por lo que es fácil que hubiese una fortaleza árabe más antigua, aprovechada en parte en el siglo XVIII, justo en el lado menos vulnerable.

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Entramos en España entre dos luces, con un gran sol redondo en la espalda, algo sanguinolento, que todavía nos alumbrará hasta pasar el Guadiana a la altura de Mérida.