Y algunos se lo creían

 

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Estos días anda el patio revuelto a causa de la dimisión de una directora de museo. Se queja la dama de la intromisión política en su trabajo y eso parece ser tanto para ella y su pureza que se larga al tiempo que denuncia.

Resulta muy paradójico y hasta con su punto cómico leer que alguien que siempre ha trabajado para el poder (no me refiero sólo a ella sino a todos los que trabajan en política cultural, una contradicción in adjecto) se la coge con papel de fumar cuando las cosas vuelven a su verdadero ser. Como les suele gustar decir: cuando el relato y la realidad se corresponden. Esta gente, a las órdenes directas o indirectas de los grandes marchantes del arte moderno pues unos cobran en mano y otros lo hacen ocupando cargos en las instituciones, son precisamente quienes sostienen el sistema. Y valen tan poco realmente que ni siquiera ocupan los primeros puestos en la lista de sobrecogedores a sueldo de esa docena de personas que manejan los hilos.

El pretexto, cómo no, es que hay un proyecto (palabra que no se les cae de la boca) que no se tiene en cuenta, así como la necesaria independencia de su criterio. Joder, quieren el poder, el dinero, la fama y también la independencia. Eso me recuerda a cuando era muy joven y no tenía un duro pero tenía libertad para hacer con mi vida lo que me viniese en gana. Algunos amigos que habían escogido el camino de ganar dinero decían, gran cinismo, envidiar esa libertad. Esto es, querían al tiempo mi libertad y su dinero. Y de ese pie cojea la tal dama dimitida.

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El artista coge un jarrón antiguo y lo estrella contra el suelo. Unas chicas jóvenes babean aunque es notablemente feo y barrigón. Sin embargo, lo peor es otro crítico sobrecogedor que va y lo explica: el artista ama la tradición pero no tiene inconveniente en destruirla.

Se llama Weiwei y es la última payasada con que nos distraen. El asunto tiene su lógica pues los multimillonarios chinos (los que ocuparon grandes puestos en el comunismo y actualmente explotan a sus compatriotas, es decir, continúan haciendo lo mismo) han entrado a saco en el mercado occidental del arte moderno. De hecho, aunque en España sólo hemos tenido de muestra al cutre Gao Ping, son quienes están salvando el tinglado. Ante tal circunstancia, parece obligado interesarse por sus artistas, siempre que sean homologables o casi. Y Weiwei, disidente de vaya usted a saber qué, se parece mucho a otros artistas occidentales que han hecho fortuna (especialmente los del tinglado) con bambochadas parecidas.

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Hacer burla del arte moderno es cada vez más difícil por fácil. Hacerlo en 1981 tenía un coste muy alto pero ahora no sólo es gratis sino que te deja en buen lugar. Quienes no se atrevían a rechistar por miedo parece, o quieren hacer que parezca, que siempre estuvieron en eso. Los hay, más retorcidos, que comienzan a decir exactamente lo contrario. Para distinguirse de una opinión que ya es del dominio común aunque el muerto siga gozando de una salud estupenda. Todo sea por los chinos.

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Es uno de los tipos más miserables y de peor ralea que he conocido hasta ahora y he conocido unos pocos. Lo encuentro por casualidad en el Facebook y no soy capaz de creer el aspecto que actualmente tiene toda vez que yo lo había congelado más de veinte años atrás, con su aspecto de Sandokan relamido. Sólo cuando me fijo detenidamente en la cursilería que emana de toda su imagen termino por reconocerlo.

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Para seguir con la vergüenza ajena, leo estos días la excelente biografía de Carrillo escrita por Preston. Uno podría vomitar en cada página pues hay material sobrado para ello pero lo sorprendente es la capacidad de aquel sujeto para reescribir su propia biografía a la medida de las ambiciones e intereses de cada momento, incluso contradiciéndose a sí mismo, de su puño y letra. No se trata de la persona que cambia de opinión dos o tres veces en la vida, -incluso una docena sigue siendo legítimo-, sino de una vida gobernada por la intriga, la ambición y el crimen. El mejor ajuste de cuentas que he leído sobre el héroe de la Transición, sin necesidad de insultos ni calificativos. Por suerte, hay veces que con los hechos es suficiente.

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Volvíamos en coche de la capital y el amigo me dijo que estaba pensando en una novela sobre un tema que en España apenas se había tocado. ¿Cuál? -pregunté. La Guerra Civil.

No se pongan a imaginar cosas raras: no hubo volantazo, frenazo ni siquiera carcajada extemporánea. Sé comportarme y no quise hablar del asunto, permitiendo que se explayara.

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Y hablando de la Guerra Civil, en este caso de la posguerra, un elemento común a toda la izquierda de mi juventud, desde los estalinistas a los troskos, ha sido la idealización del maquis. Cuántas historias, películas, novelas y congresos sobre esta gente, comunistas duros -estalinistas en su mayor parte- que no sólo asesinaban sino que ponían en peligro a todos los habitantes de una comarca o zona geográfica. La Guardia Civil les tomó el aire enseguida y adoptó un método que ofreció grandes resultados: unos cuantos guardias se disfrazaban de maquis y entraban en un pueblo, a liberarlo se supone. Quienes les acogían o manifestaban alguna simpatía eran detenidos y puestos a disposición de los tribunales fascistas.

Mientras, viviendo a cuerpo de reyes y reinas, bien en la Francia anterior a la ocupación, bien en Moscú, los jefes escribían definitivos memoriales sobre las condiciones objetivas que señalaban la inminente caída del régimen franquista y la asunción del comunismo por parte de los españoles. Y algunos se lo creían.