El balón con las manos

 

 

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Hace unos días murió Roxana, o sea CPC. Fue una relación de blog –esas simpatías inexplicables– que terminó en lo personal. Su marido, una persona agradable que fabrica colchones de látex o algo parecido, tiene parientes en este pueblo y con tal motivo pasamos los tres una tarde juntos. Roxana era todo lo agradable que parecía en el blog y mucho más. Vino con la cabeza rapada pues acababa de pasar con éxito la primera embestida de la enfermedad que la ha llevado a la muerte. Tan joven y con tal vida en los ojos. En los últimos tiempos vivía emboscada bajo otro seudónimo y le perdí la pista. Supe de su muerte por internet, cerrando el bucle.

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Parece evidente: no es lo mismo llamarse Stockhausen o Manzoni que Gómez y García si de triunfar por el mundo se trata. Añadiendo un Márquez puedes llegar al Nobel pero antes has de pasar por el Rey del Plátano Frito, o sea, Castro. No hay término medio: todo lo que toca queda convertido en mierda u oro, dependiendo de quién se trate.

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Lo de no aceptar las normas artísticas tiene su miga. Aceptándolas resulta imposible ser declarado genio universal y olvídate de fama y dinero. Diciendo que tú has venido al mundo para cargarte cualquier norma lo tienes más fácil si la tribu te protege (en caso contrario eres sólo un gilipollas más).

Como si en un partido de fútbol uno cogiera el balón con las manos y saliera corriendo hacia la portería contraria. Sería falta y expulsión pero, ¿y si el tipo no pasa por las reglas del juego y recusa la autoridad del árbitro? En el medio artístico valdría el gol.

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En tiempos clásicos no gustaba la pintura en sí; esto es, la gente que tenía acceso a las obras no babeaba ante la bravura de una pincelada o lo atinado del golpe exacto del pincel. La gente quería ver las cosas representadas con claridad y el programa iconográfico era lo primero. En el caso de los pintores la cosa iba por otros caminos pero tiene toda la lógica pues, a quién le puede interesar más la pintura en sí que a un pintor.

Con el post-romanticismo, o sea el realismo, las cosas cambian: los pintores dejan las pinceladas visibles, no las funden ni disimulan, pues hay una clientela que gusta de todos esos rasgos que permiten diferenciar lo pintado de lo vivo, por si no estuviera claro. No hay más que ver cómo el boceto, el apunte rápido, se convierten en obras que se pueden vender, una mercancía que el pintor clásico solía desdeñar, con excepciones. Sin esa libertad pagada difícilmente iban los pintores a plantarse en el campo con pinceles y colores.

No existe la pintura realista del natural, en el caso del paisaje. El realismo sólo puede practicarse honestamente sobre cosas quietas y mejor si están muertas. La luz es tan fugitiva que no da tiempo por rápido que seas. Me refiero a las luces interesantes, que son muy breves. Se puede intentar traducir lo que se está mirando a un acorde de tonos, según la paleta de cada pintor. Si el acorde está bien cogido, aunque sea más alto o más bajo que el natural, la luz aparece en la superficie pintada. Pero no pienses ni por un momento que, además de la luz, vas a atrapar el detalle. Quienes dicen que son capaces mienten y es una mentira que ha servido para vender cuadros. El pintor apunta lo que ve, recoge información de todo tipo sobre el terreno y, si pasa por realista, reconstruye en el estudio una imagen más detallada que pueda colar por realidad. Es difícil encontrar cuadros de paisaje elaborados en el estudio que sean mejores que los apuntes que el pintor hizo ante el natural.

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Los realistas, pues, son muy poco reales y deben más a la fotografía que al natural. En los mejores casos son incapaces de pintar lo vivo. La película El sol del membrillo es la historia de un fracaso aceptado. El artista puede dibujar –maravillosamente, por cierto– esos membrillos sobre la mesa pero nunca en el árbol si quiere seguir siendo realista. Un paso más y los membrillos serán de escayola policromada, vaciados del natural y utilizados como modelos. Hay muy poca distancia entre el material de tales membrillos, un material de construcción, y las fachadas de Madrid. Puedes llamarlo paisaje urbano pero es de escayola, es un bodegón y está muerto. En el campo no se está quieta la nube y tampoco el trozo de camino en el que plantas el caballete, todo respira y pasa deprisa.

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Sostener la tradición artística pasa necesariamente por la enseñanza. A finales de los 60 ya se estaba derribando lo poco que quedaba en pie. Era el asalto final de los modernos a una fortaleza apolillada y vergonzosa, ignorante y mediocre, que no servía para aquello que era su principal misión. La Escuela de San Fernando en Madrid era el refugio de unos cuantos zampabollos que lo ignoraban todo del oficio. Salvo Antonio López, que estaba de paso, y un par de buenos académicos que vivían en el vacío. La situación era tal que no podía haber otro pensamiento que el del romance: «Si tantos halcones la garza combaten, por Dios que la maten

Los impulsores de la destrucción han resultado ser, paradójicamente y a contrapelo, quienes han mantenido la tradición. Allí, como aquí, un arte universitario –contradicción in adjecto– amparado y protegido por las grandes familias del arte moderno, impide que pueda haber un cambio desde dentro. Tantas veces como ha parecido que el negocio hacía crisis sacaron otro conejo de la chistera y vuelta a empezar.

Por ello la recuperación del oficio se está haciendo fuera de los organismos públicos, en escuelas y talleres privados basados en las buenas prácticas. En ellos se producen excelentes academias, que son la base sobre la que descansa el oficio de pintor.

Pero no es suficiente porque las reglas de la academia se aprenden pero después hay que hacer algo con eso. En el pasado no había baches pues se pasaba del estudio de la anatomía humana a los cuadros con personajes o a los retratos. Había una consecuencia. Lo que veo de los alumnos convertidos en pintores no va por buen camino pues recuperar el oficio no debería significar el retorno a Bouguereau y Alma Tadema, que siempre fueron unos mantecones relamidos, sino echar la vista bastante más atrás para fijarse en el argumento fundamental del arte clásico: representar con honestidad y dignidad el mundo.

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Espero que no sea cierto: nuestro pacto con la naturaleza consiste en cambiar salud por abundancia.