Niño con pez en medios tonos

 

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Andaba buscando un bastidor viejo para ponerle tela y comenzar un trabajo. Necesitaba más tamaño de lo que razonablemente permite el dibond entelado que utilizo desde hace unos años. Me metí, algo que me causa espanto, entre los cuadros viejos arrumbados, dejados sin acabar porque no tenían terminación posible o no fui capaz de dársela. Y allí estaba el niño con el pez en las manos, mostrándolo al espectador. Qué lío de cuadro.

Estaba razonablemente intacto, sin piteras, raspones o esos accidentes que te amargan la vida para corregirlos. El lienzo sobre bastidor tiene ventajas pero es más frágil de lo que se piensa. Me ha sucedido trabajar duramente en un cuadro para que, en un momento de torpeza, el bastidor resbalara del caballete y un ojo del retratado pegase contra el ángulo de una pata del mismo caballete arruinando todo lo hecho. Se puede arreglar pero resulta más fácil para mí comenzar de nuevo.

El cuadro es un disparate, una de esas obras que comienzas como alucinado, sin tener en cuenta las dificultades que te van a ir surgiendo y para las que no tienes una solución visualmente razonable. En otras épocas las dificultades no serían tales pues estaban los paños para –con su estructura de pliegues, color y textura–, hacer lo que la lógica visual demande sin que la realidad del cuadro quede resentida. Tras Velázquez y el siglo XIX somos realistas y no aceptamos el juego del escondite visual: la figura está ahí, delante, con una ropa que no puede ser más fea por seca de líneas y color aburrido, y no hay modo de escamotear los chirridos de la forma. Te queda, como al clásico, esconder eso que tanto molesta tras una planta del campo, un pedrusco, qué sé yo.

Como posó mi hijo mayor para un par de sesiones deduzco que el cuadro quedó abandonado hace treinta años. Era más bien una primera mancha rápida, en grises azulados para cielo y fondo, tierra verde de Verona, agrisada, para la vegetación y unos lampazos de albayalde que sugieren un río entre montañas, a lo lejos. El niño lleva una de aquellas trenkas de invierno crudo, con el borde de la capucha en piel blanca. Está en segundo plano, con su pez plateado (un salmón atlántico) y delante una mesa con un plato blanco cruzado diagonalmente por un cuchillo, dos conejos de monte y dos aves que pueden ser malvises o tordos. Un buen jaleo.

Está todo pintado de memoria salvo las cuatro manchas del niño. El pez debí sacarlo de alguna ilustración y adaptarlo a la posición requerida. Los conejillos y malvises creo que salieron –sus posiciones– de un Chardin, el paisaje es completamente inventado pero eso no me cuesta demasiado esfuerzo.

Mi primera intención fue rajarlo, partirlo en trozos lo bastante pequeños como para que no fueran aprovechables, pero Ch. –que salía en ese momento de su estudio y entraba en el mío– me dijo que le seguía gustando igual que cuando lo esbocé. Eso hizo que lo montase en el caballete y me sentara a mirarlo. Me entraron ganas de retomar el tema y ver si soy ahora capaz de resolver los problemas formales que tiene sin perder el encanto de esa primera mancha.

De momento necesito un salmón. Por mucho que uno invente, el tema parece ser Tobías y el pez, éste adquiere una importancia que no admite la sugerencia evasiva y poética sino la contundencia de la descripción. Conejos y malvises quedarán para octubre, cuando empiece la temporada de caza y pueda pedirlos a algún cazador amigo. El paísaje seguirá siendo invento para que no pierda el pálpito poético. Nada sería peor que uno de esos paisajes de fondo a lo siglo XIX, tan naturales que necesitan vaca y pastora.

En cuanto al niño, no puede ser retrato: hay que mantenerlo en la indefinición y resolver la cabeza por anatomía. Eso quiere decir idealizar los rasgos. El lío vendrá con la trenka. La elegí en su día por la licencia que me daba para jugar con la forma abierta y la textura de la piel. El problema gordo, el que puede arruinar completamente la pintura o llevarla en direcciones que no me interesan es el encuentro de la mesa con el paisaje y el pantalón del niño. No fue buena idea desde el principio pero no había otra para incorporar la mesa con el bodegón de caza al paisaje sin usar lo manido. A ver qué se me ocurre y tampoco pasa nada si, al final, el cuadro sigue su destino primero y termina hecho tiras.

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El bastidor es de los que ya no hay. Zóbel usaba unos bastidores en sus cuadros como los del Museo del Prado: una madera excepcional y unos anchos de largueros imposibles de torcer. Le gustaban las telas muy tensas, como el parche de un tambor. Lógico porque el ‘rebote’ de la brocha al aplicar las veladuras era crucial en su técnica. Bueno, el caso es que de vez en cuando le sobraban bastidores y me los pasaba. Todavía debo tener una media docena de aquellas maravillas. El niño con el pez está montado sobre uno de ellos.

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Sí, amigo J., la Movida fue pura filfa en su mayor parte. Sus hoy famosos personajes podían ser indigentes mentales pero el recién alumbrado régimen los necesitaba. Izquierda y derecha los han fusilado a premios y no hay para tanto.

Salvo alguna película suelta y escasa no me gusta ni interesa el cine de Almodóvar. Su éxito en USA tiene sentido porque en aquel país sobrado de todo se premia lo que no tienen. Y no tienen un Almodóvar en cine como no tienen un Antonio López en pintura, que sí ha triunfado allí y no Tàpies. Sólo hay que ver la unción con la que hablan de Antonio los jóvenes pintores realistas norteamericanos y la ignorancia despreocupada que tienen de nuestros abstractos y otros modernos.

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Desde el tono medio se pueden deducir científicamente –es una palabra pomposa pero impresiona más– el color de la sombra y el de la luz. Al revés no. Me refiero, claro está, a la observación directa que hace un pintor mirando el natural. Con aparatos todas las gradaciones son deducibles y analizables.

En pintura lo más importante es analizar bien el tono medio. Lo sabían los pintores del Gran Estilo pero también los de otras épocas. Sargent lo dice literalmente: ‘The secret of painting is in the half tone of each plane’.

En el pasado las teorías de color no eran científicas sino anímicas. No sabían qué era un complementario pero asociaban tal carga simbólica a los colores, basada en la experiencia, que no es posible soslayarla en nuestra cultura. Para ellos los colores no sólo eran atributos de la luz sino vehículo del espíritu, como la luz y la sombra.

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A lo mejor son casualidades pero los amigos que he ido teniendo a lo largo de la vida que gustaban a rabiar de las películas del Oeste han tenido algunas características comunes. Gente espiritualmente fuerte, leal a la palabra dada, noble de espíritu, amante de la naturaleza y caballerosa (ya, lector, cómo no iba a salir el caballo). Puede que tu experiencia sea muy diferente a la mía pero uno habla de sí mismo que es a quien mejor conoce.

Ninguno de mis amigos aficionados al cine del Far-West me ha fallado llegada la ocasión. Con otros los pinchazos han sido de escándalo.