Guía de Mongolia (IV)

Bügd Bayranadakh Mongol Ard Uls -República Popular de Mongolia-, 1.565.000 kilómetros cuadrados, 1.710.000 habitantes. País remoto de Asia Central, poblado por los descendientes de Gengis Khan, espectros y escasos colonos europeos. Limita con la República Popular China y la URSS. Da igual en qué lugar de este país uno se encuentre, para llegar a ninguna parte no hay más que un día de marcha.

¿Qué es lo que me ha traído a Mongolia?, me pregunté a mí mismo a la vez que el aduanero me hacía la misma pregunta. Formalmente, había venido a escribir una guía, un reportaje encargado por la revista Época, cuyo primer número saldrá dentro de nueve años. Si se encuentra a alguien que lo promueva y el dinero necesario, lo que dudo. Como, por lo demás, dudo del resto. Pero hay que hacer el trabajo. Me lo exige la ética profesional. Al fin y al cabo, tengo una obligación con mi difunto amigo, y el sitio está lo suficientemente lejos del lugar de mierda donde vivo. ¿Y entonces?

Al llegar a Ulan Bator me di cuenta de que se trataba también de un lugar de mierda, aunque más alejado. Era la oferta de viaje más escondida de la agencia Glob-tour. La empleada a duras penas logró encontrar el folleto en el extremo oriente de la oficina. Pero así es el mundo: un lugar de mierda tras otro; y tal vez es mejor así, porque, como dice Lutero, «allí donde se está mejor, allí las cosas van dos veces peor».

Como ya dije, un lugar de mierda como cualquier otro, pero en todos hay el suficiente número de ociosos e idiotas dispuestos a hablar durante horas sobre los orígenes, la historia y las perspectivas de su ciudad; dispuestos a acumular datos, nombres, años y siglos, asegurándose así una cobertura ontológica, continuidad y justificación por vivir en aquella madriguera. Con ello sólo consiguen engañar a los turistas japoneses. Estos disparan sus Nikon, fotografían gallinas en calles embarradas, retratan mendigos, niños mocosos, viejecitas arrugadas, una docena de jóvenes borrachos. Los occidentales, unos pocos excéntricos que viven allí, huyen de la ontología, sabiendo que todo eso no es más que un espectáculo preparado para los extranjeros, con un gesto de la mano muestran su desprecio y se dirigen al vestíbulo del hotel para ahogar su apatía en la bebida.

A la entrada del edificio aeroportuario me esperaban dos funcionarios con una cinta amarilla. No entendí qué había que hacer con la cinta amarilla. Sin embargo, existe una orden del Ministerio de Información de la República Popular de Mongolia, según la cual todos los coresponsales extranjeros deben llevar en la manga derecha del abrigo una cinta amarilla con la estrella de David. Esta orden suscitó una tormenta de protestas entre la opinión pública mundial, presuntamente progresista. ¿Qué otra cosa cabía esperar de feministas, liberales e ignorantes? Muy pronto se demostró que cualquier parecido de aquella orden con el nazismo era casual. Porque el amarillo es el color de la raza mongola, y las seis puntas de la estrella simbolizan el loto celestial, es decir, seis virtudes que deberán adornar a la gente de letras si en la siguiente reencarnación no quieren nacer como rinocerontes. En cuanto al hexagrama central, no es mas que un simple mandala periodístico. A pesar de ello, el Ministerio de Información ha emitido una nota para solucionar el malentendido y la estrella de David se ha sustituido por el término PRESS, en caracteres cirílicos. Los liberales, las feministas, los verdes e incluso los comunistas no han quedado satisfechos. De nuevo protestas. Por supuesto, la voz cantante la llevan los comunistas (la vanguardia). El comité local del Partido organiza manifestaciones espontáneas, y grupos de agentes de la policía secreta, estudiantes y holgazanes, se dirigen hacia la Embajada de Mongolia. El Gobierno mongol reacciona inmediatamente: en vez de cintas amarillas implantan cintas rojas en las que pone RENMIN (prensa, en chino). Entretanto empieza a disminuir el interés por el escándalo de las cintas de corresponsal porque en la playa de Lloret de Mar han encontrado dos delfines muertos, y los manifestantes abandonan la búsqueda de la Embajada mongola y se dirigen hacia la española. Todo ha terminado de forma tranquila, pero sobre el pueblo mongol ha caído la fatídica e inmerecida sombra del antisemitismo. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga. Los países exportadores de petróleo, casi todos árabes, han bajado el precio del crudo en casi catorce dólares el barril a las refinerías mongolas. La noticia no ha alegrado a nadie especialmente; de todos modos, en Mongolia la gasolina se vende a un precio ridículo, y la mayoría de la población utiliza el caballo como medio de transporte.