El consuelo de la religión

Es de noche. Al menos supongo que es de noche, porque por precaución los estores están bajados. Agotado de tanto escribir, ya no soy capaz de caminar por el techo. No importa. A quién va a impresionar algo semejante hoy en día, así, puesto por escrito. Podría hacer una demostración pública de esta facultad mía pero estoy condicionado por un miedo atroz. Y al fin y al cabo, no es de extrañar. Caminar por el suelo, por la horizontal en general, no es más que una cuestión de costumbre. Una convención vulgar. Nadie daría un euro por mí si se hiciera público que paseo por los techos.

Reviso las páginas escritas. Bobada tras bobada. Deberes escolares que abandono harto, anhelando el momento de tener en mis manos un buen libro antes de dormir. El ocaso de la posmodernidad. Trabajo de funcionarios. Aunque es cierto que al servicio de la Providencia. No, en la historia vuelta hacia el exterior uno no puede encontrar nada ni solucionarlo. Y sin embargo hay que escribir. No me interesa la fama literaria. Todavía menos las opiniones de los críticos. Se escribe para buscar algo, no para hacerse un hueco en la literatura, que se convertirá pronto en una organización paramilitar y, como tal, nada interesante para mí.

Pues entonces, ¿qué busco tras la máscara en los desechos que con tanto esfuerzo redacto hace ya más de quince años? Para este papel tuve que adelgazar unos diez kilos y cometer un montón de estupideces que normalmente no hubiera hecho. Hay que representar el papel con profesionalidad. Pero volvamos a la cuestión de qué es lo que yo busco en los cientos de miles de palabras que he tecleado. Hechos históricos, desde luego, no. Si por mí fuera, no mencionaría ni la Guerra de Troya, ni el apogeo de Atenas, ni la caída de Roma. ¿Entonces qué?

La mujer, para hablar con franqueza. He aquí un argumento más a favor de la tesis de los psiquiatras de que estoy completamente loco. Uno escribe y busca a la mujer de su vida. Más que digno de una tesis doctoral. Pero yo no busco una mujer cualquiera, da igual lo bella, rica, culta que sea. Mis ambiciones son mucho más grandes. Tampoco busco maleantes, impostoras, mujeres engañadas y deficientes mentales. Aunque, a decir verdad, siento una atracción nada despreciable, hacia las señoras bellas, pero de esta tentación me protege pensar que cada una de ellas dentro de treinta años será una viejecilla arrugada y enferma o incluso un cadáver en descomposición. ¡Ah, cuán consoladora es la religión!

Y, sin embargo, les hablo a las paredes; la prosa no es inofensiva. Agucen los oídos, señoras paredes, no tengo nadie más a quien confiárselo. Unas pocas divagaciones metafísicas no están nunca de más. Son insospechadas las posibilidades que los libros ocultan en su interior. Porque la subversión comienza siempre en el campo de la metafísica. Se equivocan las grandes cabezas al considerar que primero se desintegró el Estado, y del caos que siguió, sintiendo el descalabro de todos los valores, los artistas se lanzaron a destruir la forma. Al revés: primero se desintegran las novelas, y luego el Estado. Pero mejor me dejo de políticas.