El alacrán azul (1)

Al salir del avión te llega muy fuerte el olor de la isla, un olor peculiar, suyo, que no acierto a describir salvo como «olor a Cuba». Debe ser la humedad, el calor, la tierra y lo verde, todo combinado. Es un olor agradable que me hace llevar la ventanilla del taxi abierta para poder empaparme de él. El taxista, un hombre prudente, es parco en palabras y no quiere confianzas con los turistas. Mejor. Unas preguntas y respuestas banales hasta que, en un cruce, unos policías se llevan detenido a un muchacho de piel oscura a punta de pistola. Aquí no andan con bromas, viene a decirme el taxista y bien que lo sé. No he visto la cara del chico, es noche cerrada, y no podría echar la imaginación a volar pensando en lo que habrá hecho, si lo ha hecho, basándome en sus rasgos.

Para quien no conozca La Habana lo más al llegar es la falta de iluminación nocturna, acostumbrado a nuestras ciudades y su habitual derroche. Eso y la gente que espera en los cruces a que pasen los coches que van recogiendo y llevando pasajeros a sus respectivos barrios. Un alma medrosa -sé de alguna- tendrá sensación de miedo, de peligro inminente hasta que se encuentre a salvo en su hotel. No pasa nada, la policía se ocupa de todo. No pueden permitirse espantar a la mayor fuente de ingresos. De hecho, si un descuidero te mangutea el móvil si lo dejas sobre la mesa y te olvidas un instante, te mandarán a la otra punta de la ciudad para poder denunciarlo. En las comisarías del centro no admiten denuncias de turistas. Eso ayuda a bajar aún más las estadísticas.

Esta vez cogí la lanchita de Regla para ir de nuevo al santuario donde se venera a la Virgen del mismo nombre y también a Yemayá, diosa de las aguas. Más bien para meterme en ese pueblo de sesenta o setenta mil habitantes a las puertas de La Habana, en el que sobreviven algunas casas de madera anteriores a todas las revoluciones. A la entrada del hangar cubierto donde hay que pagar el pasaje te registran entero y te advierten que está prohibido hacer fotos durante la travesía. Un misterio que resolvería dos noches más tarde. De momento digo que sí a todo y me dedico a disparar la cámara sin cortarme de nada pues a bordo de la lanchita no viaja ningún policía y los cubanos de a pie tienden poco al chivateo pues saben que en la isla todo está prohibido y todo se puede hacer. Hoy por ti, mañana por mí.

Secuestraron la lanchita a punta de pistola unos desesperados. Nadie sabe de dónde sacaron las pistolas en un país en el que hasta los tirachinas deben andar controlados pero las tenían y bien reales. Se llevaron la lanchita, un transbordador para unas cincuenta personas y sus respectivas bicicletas, que se cae a pedazos, y lo dirigieron hacia el mar abierto. Fue muy sonado. Los interceptaron y fusilaron tras uno de esos juicios. La opinión pública se dividió y todavía hoy se lamenta que aplicaran la pena de muerte. Me lo contó S., que lleva más de 15 años viviendo en la isla y es ya un cubano más.

La Habana es la calle, ése es el verdadero museo. Los otros no valen gran cosa. Entré por error a lo que creí una armería y resultó ser un museo (sic) dedicado a las armas famosas del régimen. Las de Fidel, el Che y unos cuantos revolucionarios más. La guía es encantadora y ya no pude escaparme. A veces a uno le pasan estas cosas, una armería en La Habana…
Digamos que si te metes por la parte turística, lo que ya han restaurado y puesto potito, entre la plaza Vieja y la de Armas, con la calle Obispo, O’Reilly y Empedrado, puedes tener esos despistes. Lo cierto es que lo están dejando muy bien y allá que te encuentras con el turisteo a cualquier hora del día y parte de la noche: Bodeguita del Medio, Floridita, La Zaragozana…
El Floridita me hace gracia por lo que tiene de local detenido en el tiempo, con un ambiente irrepetible que nosotros tuvimos y no hemos conservado. Sus daiquirís son los mejores de Cuba porque utilizan limones naturales y un ron del que sólo disfrutan las fuerzas vivas y usted si lo paga en este local. La música es comercial pero aceptable, siempre con buen nivel, como es costumbre. Por allí me encontré a aquel periodista que anunció en TVE la legalización del Partido Comunista en tiempos de la transición. Está gordo e iba rodeado de un grupo de gente muy de este momento en España, quiero decir, de aspecto y atuendo. Debían tener algún tipo de bula porque, cerrado el local y apremiando los camareros a que levantásemos el campo, ellos continuaban con su cháchara y les seguían sirviendo daiquirís.

Soy maniático y llevo mal lo de Hemmingway, eso de encontrarlo hasta en la sopa. Debía ser un beodo de mucho cuidado pues casi que no hay bar de copas donde no te topes con su nombre, una foto, un busto, una firma o -como en el caso del Floridita- una escultura en bronce de tamaño natural en la que aparece muy propio, con ojillos de borracho y atornillado a la barra. Me cae aún peor el personaje desde que leí no sé dónde que presumía de haber matado no sé cuantos alemanes a tiro limpio. Pecado contra el Espíritu, el más grave de todos. Lo peor es que hace bueno eso que me resisto a creer: el que tira contra un león, un gorila, un elefante, es también capaz de tirar contra un ser humano. Pongamos que él hubiese contado que se las vio putas contra no sé cuántos alemanes y tuvo que defenderse. Tendría un pase pero jactarse de haber matado seres humanos con placer pertenece a un tiempo que no es el nuestro. Ya, ya sé que el asunto no cambia demasiado y que los hechos son obstinados, pero tranquiliza. A la mierda Hemmingway, sus rifles y sus pescatas de marlins, sus fotos con Fidel y su escultura en el Floridita.