El alacrán azul (2)

O los cubanos tienden a ser pomposos o los ha vuelto así la retórica oficial. Me refiero a los «Venceremos», «Cuba será la tumba del imperialismo» o esa soberana -y divertida- chulería de plantar el monumento antiimperialista frente a la Oficina de Intereses Norteamericanos, una embajada oficiosa y vergonzante que no puede llamarse como tal. El caso es que luego te montan un tenderete con cuatro bocadillos de lechón y unos refrescos y lo llaman -el propietario y los clientes- «Cafetería Capitolio». Lo último porque se coloca siempre en los soportales que hay frente a ese edificio. Lo importante es que ellos se lo creen o hacen como si se lo creyeran. Todo en Cuba adopta esos nombres y uno, viendo lo seriamente que lo toman, deja de sonreír para mirar los puestecillos, las bodegas o los rótulos en general como parte del paisaje.

Pasando de prisa por la calle Obispo, camino de la Plaza Vieja donde me esperan para comer, hay unas muchachas llamando desde un teléfono público, sin cabina. Disparo una foto y la más bonita me dice rápidamente: «Ven». No creo que llegue a los 18. Un problema para algunos y una ventaja para los buscadores de carne tierna. Porque aquí, como dice un amigo, «esto no es sexo sino carne». Muy triste pero hay que entenderlas: una de estas chicas puede levantar en uno de esos encuentros casuales el sueldo de su padre durante un par de meses. Aquí el problema lo tenemos quienes no gustamos de comprar amores porque quedamos desarmados por la teatralidad. Una de las personas con las que me entrevisto le dice a otra, como garantizándome: «Ha venido con su esposa». 

Durante dos días seguidos no he podido pasar por el malecón porque las olas lo barrían hasta las casas. Meten miedo esas olas gigantes arremetiendo contra el paseo. Las de estos dos días no llegan hasta las corroídas casas, que se caen si el cemento no lo remedia, pero las gotas de agua llegan a la acera contraria. Hay por aquí un restaurante, el «Castropol», donde te sirven una estupenda langosta a la brasa y te hablan sobre la villa marinera cuya ría separa Asturias de Galicia. Suelen venir por aquí -me dice el camarero principal- los políticos asturianos de asueto en la isla.

La Habana son varias ciudades con vida propia. Descontando los barrios del extrarradio, donde puedes ver el sistema en toda su crudeza, está La Habana Vieja, donde hay más sabor local pero -según qué zonas- muchos turistas, Habana Centro, que es típicamente la ciudad de los habaneros, donde apenas se adentran los visitantes, Vedado y Miramar, dos barrios con una elegante y divertida arquitectura art-deco, superiores en todo a colonias de mucho lujo como El Viso de Madrid. La gracia, además, consiste en que esas estupendas casas y palacetes, con sus jardines -descuidados o no- están ocupadas por muchas familias y andan llenas de vida por todos los rincones. Por aquí, Avenida de los Presidentes arriba, anda La Habana oficial de la que el régimen se siente orgulloso. Esa Plaza de la Revolución con los rostros estilo pop-art de los sesenta del Che y de Camilo Cienfuegos. En el lema que acompaña a este último dice: «Fidel, vas bien».

Por aquí también andan los hoteles de quienes vienen a la ciudad a «resolver» cuestiones, generalmente de índole sexual. Son muy celebradas las jineteras que campean por las discotecas de estos hoteles, españoles y del gobierno cubano. Las chicas, de punta en blanco y mostrando la mayor parte de su atractivo -el clima se lo permite- esperan su oportunidad. Son muy discretas y entienden a la primera tus indicaciones, sean de aceptación o rechazo. Pueden volver una y otra noche hasta que caiga un turista -pero cambian mucho de lugar para no hacerse ver demasiado- pues es mucho el beneficio posible.

Una lástima de chicas hermosas que de día hacen de estudiantes, amas de casa, trabajan en oficinas o enseñan en escuelas y de noche salen a mejorar su suerte. Cuba fue el burdel de los norteamericanos en tiempos de Meyer Lansky y ahora es un burdel internacional, con predominio de españoles, mexicas, franceses, italianos y canadienses.

Digo lástima sin moralismo alguno porque las jineteras no son prostitutas al uso, nadie las obliga, no hay chulos generalmente y no están pilladas en la droga. Las obliga el deseo de vivir un poco mejor de lo que el régimen consiente, comprarse ropa bonita -que la hay-, zapatos, joyas -los cubanos pierden el culo por el oro, por llevar cosas de oro encima, aunque sea en los dientes- y por productos de tocador y belleza. Si no quieres ligar -y si quieres, también- es lo primero que te piden: el jabón y champú que suministran en el hotel. Hay jabón en la cartilla pero no huele como el de los hoteles.

Hay gente que se siente muy mal con estas cosas. Yo no. Ni pretendo evangelizar. Deben ser los cubanos quienes lo cambien, si quieren hacerlo. En caso contrario llegarán los de las pistolas y convertirán el asunto en un negocio muy rentable… para ellos. Miro y anoto con mi cámara hasta donde puedo. Apunto cosas en la libreta, otras las guardo en la cabeza. Eso es todo.

Foto: Robert van der Hilst