El alacrán azul (9)

Llegué a Matanzas para marear un poco, sin rumbo fijo y sin saber qué hacer. Me da lo mismo si llevo una cámara en las manos, una pequeña que pueda escamotear con facilidad. Calle arriba, calle abajo y subiendo al cerro desde el que se contempla en todo su golfo el valle de Yumurí, me encuentro con un sonido de tambores y cantos. No me lo esperaba, hombres en la calle, ninguna mujer.

Pregunto a uno de los cocidos en ron, el que me parece que tiene pinta de estar más sosegado, y me cuenta que es la fiesta de los abacuás, un rito secreto instituido en Cuba por los esclavos que hoy celebran su liberación. Hay que andarse con pies de plomo en estas cosas si no quieres verte repudiado y alejarte a paso ligero, así que pongo mi seducción a trabajar. Qué interesante, esto no figura en las guías turísticas… en breve: cargarles la moral para que haya retorno. Y lo hay, me invitan a pasar y compartir todo menos lo que debe permanecer velado para los que no pertenecen al culto.

Es una casita modesta, un cuarto en el que apenas cabrían 10 personas de pie y estamos como 50. Imposible tomar fotos aunque hago algunas sabiendo que me han dicho que nones. Los tambores aturden y el ron corre como si fuera agua del lavabo. Hay un altar con unos cuantos símbolos cristianos. Un mueble del siglo pasado que se conserva en esa casita que es, a la vez, templo y bodega.

Tras una cortina que no puedo traspasar sin transgredir todas las normas suena un instrumento de viento muy ronco y que no me recuerda a nada que haya oído hasta el presente. Es la Potencia -así me lo dicen- y su sonido representa justamente eso, la Potencia Masculina. Después de un rato, como la fiesta sigue en la calle, salgo a despejarme y por ver si fuera puedo captar alguna cosa. La fiesta no es fotográfica, de hecho no ocurre nada interesante para mi cámara pero sí para una cámara de cine o vídeo. Tambores incesantes y melopeas africanas dichas en una lengua para mí incomprensible y seguramente también para ellos.

Los cultos abacuá están entre los más elusivos de Cuba. Son sólo masculinos, como dije, y dan menos ruido que la santería o el palo. Puedes asistir a la superficie -lo hago y no hay nada oculto a la vista- pero no puedes penetrar más allá. Al rato salen las bandejas de bocadillos de lechón y soy invitado. Una especie de comunión colectiva con el bocata y el ron.

El sacerdote -aunque no le llaman así en mi presencia sino por su nombre- pregunta por mí y debo presentarme. Le explico que soy turista, que me interesan sus ritos y que me gustaría tomar algunas fotos de recuerdo. Me dice que sí siempre que no intente traspasar la cortina y sorprender a los hombres que hacen sonar la Potencia. Merodeo hasta que me canso de hacer las mismas fotos y sigo paseando, un par de horas más tarde, con el personal en un estado de cocción ciertamente exagerado.

Dos calles más abajo vuelven a sonar tambores pero esta vez es una fiesta en honor de Yemayá, la Virgen del Mar, el reverso africano de la Virgen de Regla traída por curas gaditanos en el siglo XVIII. Virgen del Mar porque a él iban a parar los esclavos que enfermaban o desfallecían en las largas travesías de los barcos negreros. Le tienen una devoción muy grande, en su santuario siempre hay velas encendidas y gente, con gran contento de los sacerdotes católicos, que aceptan el doble juego sin perder el semblante.

La fiesta consiste en ofrecer unas cuantas jóvenes a Yemayá. Son chicas cercanas a la veintena de edad por lo que no me atrevería a calificarlas de vírgenes pero tampoco parece tener la menor importancia. El caso es que deben consagrarse por un año a cumplir unos preceptos que, a esa edad y en Cuba, son duros: no andar con hombres, no salir de noche, no beber ni cualquier otra cosa que sea desagradable a la Virgen Negra. El ritmo de los tambores es descomunal, totalmente africano y capaz de hacer que hasta mi Leica entre en trance. Las chicas se revuelcan por el suelo y besan los tambores. Mujeres mayores renuevan sus votos para con Yemayá inclinándose ante los hombres que baten los cueros con un frenesí absoluto. Me piden que no haga fotos, que las novicias no pueden ser fotografiadas pero es una tentación demasiado fuerte y además yo no siento devoción por Yemayá. Tiro sin encuadrar, seguro de que ni el dedo ni el click me delatarán. Me quedo un buen rato, con ojos cada vez más escamados alrededor hasta que decido liberarme de aquél ritmo hipnótico y respirar aire puro. Encamino mis pasos hacia el mirador natural desde el que puede mirarse el famoso valle. Pido un refresco y me siento junto al barranco, tratando de serenarme y ver qué tengo en la cámara. Unos metros más abajo hay una iguana terrestre, más de un metro de bicho, que me mira curiosa.