Vencejos

Un niño aprendiz de pianista estudia un preludio de Bach. Sabe que en YouTube hay muchas interpretaciones de la pieza y pide a su madre que le ponga alguna. Escucha con interés y concluye:

-Vale, pero lo que yo quiero es oír cómo la toca Bach.

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Ese mismo niño también ha concluido que el presidente de los Estados Unidos se llama Obama Bin Laden.

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El diarista cagón se atreve a sacar pecho en su blog. Traté de firmar hace tiempo un armisticio según las reglas del chiste del dentista (¿Nos vamos a hacer daño? -dice el paciente mientras le agarra firme de las pelotas) pero él continuó dando matraca en su siguiente diario. Se ve que le gusta la jarana. Pues eso, a cada matracada un apretón más fuerte hasta que se le pongan los ojos en blanco.

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Saca a Gamoneda y al ex-ministro de Cultura Molina. Recuerdo la primera vez que el diarista cagón vio al poeta de Descripción de la mentira. Qué nervioso se puso, qué ganas de conocerlo; pero esa es otra historia, para otro día.

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La falsificación del pasado en los dólmenes, cuando están muy enteros. ¿Quien recolocó las lastras para que las encontrásemos así de bien y nos diera el yuyu sensible? El ataque, el mismo, que hace decir en las noches de verano que alguien debe haber montado toda esa bóveda celestial. Qué inmensidad, qué temblor ante el vértigo del tiempo.

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Una de las cosas más ridículas que he oído hasta ahora (no descarto que alguien, incluso yo mismo, eleve el listón más tarde) es aquello de la materia que se piensa a sí misma como origen del Universo. Puestos a ello es más sencillo -y cómodo- pensar en un señor con túnica y barba que, cómo no, también sería materia pensante.

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Estos días alguien presumía en un foro de que Isabel Muñoz, la fotógrafa, le había dedicado un libro. Justamente ese en el que aparece en la portada un bonito trasero cubano. Discuto con unos cuantos al respecto algo que me parece indiscutible: la Muñoz es una fotógrafa tramposa y mentirosa. Contrata a unas modelos habaneras -las hay así de estupendas y más-, las viste como para una boda y las pone a lucir glúteos delante de coches ya-se-sabe. Hasta ahí es muy dueña, es lo que hacen muchos fotógrafos publicitarios: usar el culo de las cubanas y los cadillacs de los mafiosos, juntos o por separado. Yo no hubiera dicho ni pío porque la publicidad tiene sus reglas y eso no me interesa. Lo que me ofende, pero no demasiado -en realidad me da un poco de risa- es que Muñoz nos venda esos traseritos como fotografía callejera, como foto documental, straight photography, palabra sagrada. Ahí me siento insultado pero, ya digo, no mucho porque la señora es torpe.

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El animalito digital se sigue portando bien. Ayer hice unos disparos desde la terraza, sobre el campo y la ciudad histórica. Muchos vencejos en el aire, golondrinas y algún cernícalo, cada uno a lo suyo. Era esa hora feliz de un día soleado y agradable, con bonitas nubes. Mucha luz, mucha radiación azul que habría que polarizar pero no tengo un filtro a mano. El color que me da el animalito es perfecto, sin desfallecimiento alguno. En el ordenador, jugando con los lejos, veo la molineta y otros detalles a los que la vista no alcanza. A los señores vencejos, todos movidos pues fue una exposición larga y sobre trípode, se les ha puesto pinta de mota de polvo en el sensor, candidatos al borrado.

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Dice un amigo que entiende de pájaros que esas carreras de los vencejos en la hora azul son puro juego, que no hacen nada y por nada entiendo cazar mosquitos o cualquier otra cosa que hagan los vencejos como trabajo. Se divierten persiguiéndose unos a otros y haciendo acrobacias, sorteando chimeneas y antenas de televisión. En los muros de mi patio, en las oquedades entre las piedras, anidan cada año varias parejas y cada año cae alguna cría que se confunde al iniciar el vuelo antes de tiempo. Años atrás procuraba ponerla a salvo pero nunca he tenido una escalera tan larga -ni ganas de subir tan alto- como para dejarla de nuevo en el nido, así que ponerla a salvo significa subirla a alguna vegetación elevada para que los padres la viesen. Nunca logré nada porque los padres la ignoraban y dejaban de alimentar. Terminaban en el suelo y muriendo por alguna esquina. No era agradable encontrar el cadáver del joven pájaro por la mañana.

Ahora ya no me preocupo ni intervengo. Hago como dicen los documentalistas de NatGeo: dejo que la naturaleza siga su curso. En este caso le facilito las cosas a nuestra madre común: abro la puerta del zaguán para que el pajarito pueda aletear hasta la plazuela, donde los gatos de Felipa dan cuenta de él en un instante.