Capeas

Llegó el segundo tomo de los diarios de Iñaki Uriarte. Apenas tuve tiempo de abrirlo pues se presentó una visita de las que ocupan horas. Decidí llevarlo a Pamplona para que me sirva de consuelo entre revisiones médicas.

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Han sido las fiestas del pueblo. Bajada y subida de la Virgen de la Victoria. La Salve colectiva con la plaza a oscuras y un fervor mariano que arrasa. Un católico de los que no pueden evitar la melancolía me dijo, casi al oído: «Si fueran a misa cada domingo sólo la cuarta parte de los que cantan y gimen no cabríamos en las iglesias».
Ahora andan persiguiendo campanas, o mejor, campanadas. Dicen que molestan, que tienen derechos como ateos que son a no escucharlas. Toda la vida muriéndose al son que tocan y ahora las quieren silenciar.
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Ayer fue la capea de las mujeres y bajé unas horas con una cámara. Encontré a mucha señora respetable en el callejón, armándose de valor para saltar al ruedo aunque al final sólo brincaban las ninfas delgadas y ágiles que corren como los muchachos y saltan con limpieza las tablas. Hubo varios revolcones y topetazos que, en mujeres, da más lástima al tiempo que risa. El único percance serio fue una señora que, pasados los setenta y muy gruesa, quiso hacer un rato la cabra. Había pasado los barrotes pero, al querer entrar para refugiarse, se atascó y la vaquilla se cebó con ella. Nada serio.
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Me fui a la quinta vaquilla, con la luz ya muy azulada, sin ese dorado que realza el albero y arroja sombras que parecen navajas al tiempo que levanta hasta la plenitud el rojo de los capotes. Subí a la plaza y me sumí en mis rutinas, la principal de las cuales es observar el azul del cielo para ver si acaba alcanzando el croma del cuadro de Van Gogh.