Laocoonte

 

Para ser realmente malo hace falta una cierta grandeza de alma. Me refiero a los que hacen el mal por sí mismos, no a los malos que encargan a otros la ejecución de las maldades que tienen en la cabeza. Sin embargo el mal no abunda y lo que podemos encontrar extensamente es la mezquindad, que es la falta de espíritu.

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Lamento que haya muerto Leonhardt y me es por completo indiferente que lo haya hecho Tapies. El primero me ha procurado momentos de gran placer desde hace muchos años, cómo olvidar eso. En cuanto al segundo, a mediados de los setenta estaba artísticamente muerto. Desde entonces acá sólo ha repetido fórmulas cada vez más aburridas y no entiendo, no va conmigo, cómo puede uno meterse todos los días en el estudio para repetir los mismos arañazos, las mismas cruces, los mismos gestos. Se me ocurre por qué pero respetaré el duelo.

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Hablando de gestos, tenía yo un amigo pintor, algo aristócrata, con un ojo enfrente del otro y el sentido del color donde las gallinas. A pesar de ello era una persona encantadora y eso facilitaba el que, a pesar de no interesarme su pintura, le hiciese caso y fuera a visitar su estudio de vez en cuando. Como era bastante vago se había cohechado a un pintor de paredes que le preparaba los fondos siguiendo instrucciones del artista, fondos que -pueden imaginar- eran un verdadero desastre cromático. Cuando ya tenía el fondo, me decía medio tumbado indolentemente en un sofá de diseño que tenía en el estudio: «Ahora falta el gesto pero tengo que pensarlo». El gesto consistía en algún brochazo dado como al acaso y bastante desmayado.

Otro amigo bien informado me contaba no hace mucho que a Tapies le preparaban también los fondos en los últimos tiempos y entonces llamaban al notario. Acercaban la obra en marcha al anciano y él le metía el gesto: unos arañazos o alguna de esas cruces o manos embadurnadas que gastaba. El notario hacía su trabajo, que era certificar que se trataba de un Tapies.

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Ese grupo escultórico helenístico que se conoce como Laocoonte y sus hijos devorados por las serpientes me ha fascinado desde joven, no tanto por sus cualidades escultóricas -que las tiene aunque es un tanto pleonásmico- sino por el hecho de que fue reconstruido en parte por Miguel Angel, hasta el punto de que sus tesis sobre la posición del brazo derecho eran las correctas como se comprobó cuando apareció el brazo original.

La escultura estaba enterrada y fue descubierta por un labrador que araba la tierra. Buonarroti fue quien se encargó de adecentarla y recomponer las partes perdidas. Por entonces, Miguel Angel ya era un artista de gran prestigio y fama.

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Me hace pensar que, cuando un artista trabaja dentro de la tradición, no antepone la formalidad de su estilo a aquello que nos quiere contar. No por una doble razón pues, aunque hay un estilo que pertenece a su tiempo y en él ha de moverse, el otro es caligrafía personal inimitable, sí, pero transmisible en tanto que sistema de signos traducidos de la realidad. Cuando se dice que el estilo es el hombre se está manifestando una verdad estética de primera.

El arte moderno ha primado el lenguaje, la dicción del artista, su personal sintaxis, sobre los demás aspectos del arte, dejando fuera todo lo que estorba a ese fin. Por eso es un arte lleno de descubrimientos, brillante tal vez pero fugaz como los cometas, cansino al tiempo y proclive -como la moda- a ser olvidado rápidamente.

Justo lo contrario de lo que sucede cuando el artista supedita su lenguaje a un fin externo y de naturaleza superior: el pincel se afila con los años e incluso la decadencia (véase el Tiziano viejo) gana en intensidad espiritual lo que pierde en destreza.