Colorín, colorado

 

Hoy salen en los papeles casi todas las señoras importantes que dominan el arte moderno en España. Salen formando croqueta con una historiadora, varias políticas y otra que dice que es comisaria de arte.

Los de mi generación, muchos puretas entre nosotros, poníamos el grito en el cielo cuando estas grandes damas comenzaban sus carreras porque sabíamos que una era dama de la caridad y que toda su experiencia artística quedaba limitada a los rastrillos de ídem; la otra, marquesona venida a menos, de las que tienen que trabajar; una más era rica por su casa y socia capitalista comprando experiencia y aún otra con el ojo atravesado. Esto es, ninguna tenía la menor idea de nada que tuviese que ver con el arte salvo los consabidos pues a mí me dice, yo interpreto que y me recuerda a.

Eso nos ponía como motos y nos dábamos a la ira, como si para vender arte tuvieran que ser doctoras o tener dos licenciaturas cuando lo cierto es que se trataba -y se trata- de comerciantes finas (algunas, otras cantaban de lejos a sturmtruppen recicladas) intentando vender sus mercancías. No hay idealismo y ni siquiera pasión involucrados en su tarea, hasta el punto de que si todo este cachondeo actual sobre el arte moderno terminase por quedar reflejado en las ventas y el negocio se les hundiera se desharían de los artistas que ahora venden (y a los que tanto dicen amar) para vender exactamente a sus contrarios.

Quitemos la compañía de políticas, de historiadoras y de otras gentes de buen o mal vivir y dejemos las cosas en lo que realmente son. Fuera místicas y que cada palo aguante su vela. Al fin y al cabo son personas que no entienden de lo que comercian, como aquel frutero de mi pueblo que odiaba la fruta y siempre la vendía mala. El roce no da conocimiento pero sí relaciones y de eso se trata, de que sepan a quién colocarle la parida de turno y qué tecla hay que tocar en política para que el Estado compre o financie la dichosa fundación o museo que las saque de males y avatares.

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La mayoría son viejas y feas aunque invierten mucho en atuendo. En cuanto a carácter hacen pensar en aquellas dueñas que tanto aborreciera Quevedo, aunque ahora no murmuran de la virtud ajena sino que intrigan para que el Estado acuda a salvar el negocio. Es una fiesta en la que se trata de vender humo, un humo carísimo, y asegurar al incauto comprador que invierte muy bien su dinero, aunque cuando llega el pánico no recupera ni un veinte por ciento de lo gastado, porque no se trata de títulos del Estado que pueden pasar a otras manos sino que quien compra es destinatario final: se lo come con patatas, pues la cadena termina en él a no ser que venda en la cresta de la ola y en plan chollo, antes de que huela a cárcel.

Los judíos, que siempre han sido los más listos para estas cosas -a la fuerza ahorcan- compraban diamantes, objetos muy caros, capaces de condensar una fortuna en poco volumen y susceptibles de pasar fronteras cosidos a la ropa sin ser detectados. Cuando se establecieron en zonas sin peligro, por ejemplo los USA, algunos se dedicaron al negocio del arte porque vieron que era un momio. Historias hay que son para escribirlas, como las que se cuentan en «La burbuja del arte moderno».

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Hoy sacaban Arco una vez más en la tele y en lugar de contarnos que está siendo un desastre que no levanta ni con la momia de Franco metida en una nevera, que ya hay que echarle ordinariez mental al asunto, se entretenían en preguntar a público y galeristas por el sentido o significado de las obras. La conclusión es que hemos llegado -finalmente- al arte-acertijo: pues yo creo que, a mí me dice, yo siento que me habla de. Y los galeristas corregían suavemente, en el mismo plano mental, orientando al preguntado hacia lo que ellos pensaban era la solución real del acertijo: la gallina.

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Recibo correo de un buen amigo que está lejos. Le envié un artículo más que nada para que se riese un rato pero me contesta (y tiene razón) que en esas risas, en esa agudeza de haber clavado al personaje, falta una cosa: el daño que ha hecho, el mucho daño que ha hecho hasta ahora a personas que le ayudaron en su momento o, sin más, que le animaron en momentos duros. La venganza cruel y despiadada contra el que sabe, contra el testigo de quién era o le vio pegar navajazos a escondidas mientras ponía cara de chico que nunca ha roto un plato. Y es cierto, eso -que sobrepasa lo literario- es muy difícil sacarlo a la luz sin que piensen que eres un rencoroso, un envidioso de la felicidad ajena o un amargado. Cualquiera se atreve.