La Gioconda de los estudiantes

 

 

Es un poco inquietante todo el asunto de la Mona Lisa del Prado. Recuerdo muy bien ese cuadro desde mis años de estudiante porque me llamaba la atención. ¿Quién sería capaz de haber hecho una copia tan buena? -me decía. La sorpresa ha sido verla limpia y con tan precioso paisaje detrás, en finos tonos de lapislázuli y tierra verde. La tentación es pensar que son dos obras del propio Leonardo pero tal vez no sea así.

En los análisis efectuados por el Gabinete Técnico del Prado se pudo observar que en el dibujo subyacente había arrepentimientos -cambios en el dibujo- que afectaban a ambos cuadros. La conclusión es evidente: son obras ejecutadas simultáneamente pues un copista, incluso un discípulo, no puede copiar lo que está debajo, oculto por la pintura. Así pues, las cosas se complican. Una posibilidad es que el propio maestro trabajase en las dos obras al tiempo, una para él y otra para cubrir el encargo del comerciante en telas. Sabemos que Leonardo nunca entregó su Gioconda, que siempre lo acompañó hasta su retiro en la corte de Francisco I, quien compró la obra y de ahí pasó al Louvre.

¿Es esta la Gioconda que se entregó a los clientes? Observando la obra con atención se advierten levísimas durezas seguramente impropias del genio. Matices en un juego cercano al de los siete errores. El dibujo subyacente -idéntico- hace pensar que ambos cuadros provienen de un cartón -o estudio previo- común que se ha pasado mediante calco a las dos tablas preparadas.

Los expertos del Prado rechazan la idea de una atribución al Ferrando Spagnuolo citado por el maestro, ayudante suyo en la célebre -y perdida- «Batalla de Anghiari», por considerarla muy precipitada. Lo cierto es que se han abierto muchas incógnitas a las que  tal vez la restauración -siempre aplazada- de la Gioconda del Louvre termine por dar respuestas.

Todo el mundo conoce el asunto del robo de la Gioconda francesa. El escándalo salpicó a Apollinaire y Picasso. La tabla fue devuelta en circunstancias, cuando menos, extrañas. Marcelyn Pleynet me comentó de viva voz que estaba convencido de que la exhibida en el Louvre era falsa, que la verdadera fue robada por alguien a sueldo de los citados y que se devolvió una copia. Alimenta la leyenda el que se blindara con un cristal, no se permitiese estudiarla a los expertos ajenos al museo y que nunca se haya restaurado, siquiera para eliminar ese barniz que ha amarilleado alterando toda la gama cromática del cuadro.

Sin embargo, por más literaria que resulte esa versión, no es creíble. ¿Quién hubiera sido capaz de copiar tan satisfactoriamente en aquellos años una obra como esa? El cristal blindado responde a la paranoia que les entró a las autoridades del museo y el hecho de que no se haya restaurado a que -según José Riello- es la estrella del Louvre, el cuadro que justifica por sí mismo la visita, el que todo el mundo desea ver. Una retirada del mismo durante un período prolongado se notaría en el número de visitantes y eso en los tiempos actuales -tiempos de gerentes y cifras- no hay director que lo asuma.

La otra incógnita es por qué se añadió un fondo negro en el siglo XVIII. La razón, creo, es la misma por la que se embadurnaron en aquel tiempo la mayor parte de los cuadros famosos con un mejunje compuesto por barnices, aceites enranciados y betún, el llamado tono galería tan caro a la sensibilidad dieciochesca, que encontraba los cuadros antiguos demasiado crudos. A medida que se han ido retirando esas pátinas (pues de eso se trata) se han ido escandalizando algunos al descubrir que los viejos maestros eran mucho más vivos de color y más rotundos en el dibujo de lo que suponían.

Bien está el feliz descubrimiento y bien está que la tabla del Prado estuviese aislada con un sólido barniz antes de que repintasen el fondo porque eso ha permitido retirar la capa negra sin la menor interferencia con la pintura original. Sea de quien sea, del propio maestro o de uno de sus discípulos aventajados, es un regalo para nosotros.