Dos arroyos

 

 

Por los primeros años de mi vida pasan dos arroyos y dos caminos, no a la manera de Swann sino a la del niño fantasioso que yo era, muy capaz de distraerse con cualquier cosa. En uno de los arroyos, el que pasaba por detrás de mi casa, se ahogó un niño y lo he contado en un cuento que tengo escrito. Por el otro iba a la escuela los días prometedores, en compañía de mi primo Manuel, aunque nunca llegásemos. También hablo de ese arroyo en otro par de cuentos que tengo escritos pues, a cierta altura del mismo, entre verduras y frutales, vivía la mujer del pañuelo, que es otro cuento más.

El caso es que la otra noche el arroyo volvió a surgir mientras yo estaba acostado. Recorría su orilla con una mujer a la que iba mostrando los vanos detalles de una infancia que quedó prendida entre alfileres, demasiado lejos ya para conmover a nadie, ni siquiera a mí. Desfilaban las matas de judías verdes enroscadas a cañas en forma de cabaña india, las acelgas, coles y lechugas acompañadas de jugosas peras y agridulces cerezas, de un color rojo tan oscuro que se hubiera dicho ser hábito de papa o toca de rey.

Mi interés con la mujer era informativo y así fue hasta que el paisaje cambió con la misma brusquedad que un cambio de canal en la televisión: el agua desapareció por tubos de hormigón bajo un barrio de una fealdad ilustrada, que es esa fealdad que hace a los arquitectos de casas humildes pretender adornarlas levemente con guiños historicistas sutiles resueltos con materiales inadecuados.

Una espada de buen filo cortando una cuerda tensa no hubiera provocado la atonía súbita en que mi cabeza se sumió. Era como si la vida hubiese sido inútil, como si Borges me hubiese mentido en la juventud cuando me dijo que el Arte es verde eternidad y no prodigio.

Al invadirme tal desazón no tuve más remedio que despertar para saber dónde estaba y en qué me había convertido, no fuera a esas alturas algo raro o estuviese del otro lado. Por la ventana se colaba una luz naranja sucia y tardé tiempo en darme cuenta de que alguien había dejado encendida la luz del patio, que se mezclaba con la oscuridad lechosa de una noche turbia, fingiendo un falso amanecer.

Estaba solo, la mujer había desaparecido y ese cuerpo cuyo calor mecía mi espíritu se había alejado hasta una esquina de la habitación, donde respiraba tranquilo.