Éxitos y más éxitos

 

 

 

Monsieur Ravel ha rechazado la Legión de Honor pero toda su obra la acepta.

Erik Satie

 

Esa cita me dio que pensar desde muy joven, desde la primera vez que la leí en el Cuaderno de apuntes de Fernando Zóbel. Tanto me dio que pensar que terminé por ver dónde estaba el academicismo inherente a la vanguardia, aunque no fuese la cita el único motivo de reflexión.

La gente se solivianta contigo cuando no consigues el Éxito que, según creen -o aparentan creer los más pillos- es el éxito social. Es decir, que la gente conozca tu nombre y los comisarios de cada temporada se maten por tus obras para colgarlas en las colectivas que realmente cuentan o te dediquen retrospectivas.

Quien escribe conoció, muy limitadamente, esa clase de éxito en la España de los 70. Los comisarios me colgaron cuadros en las exposiciones más influyentes y otros aún más jóvenes que yo me rondaban. Todo ello en una España muy pobrecita, muy cateta, muy desinformada pues no había visto pintura de la que molaba en los USA, pero que ya sacaba pecho. Aquello terminaría en la fastidiosa Movida pero, para entonces, yo me había ido de Madrid voluntariamente, causando un gran enfado en algunas personas influyentes empeñadas en enderezar mis pasos y cosificarme.

¿Podría haber logrado más, machacando en hierro frío? No lo sé y tampoco me preocupa. No tengo alma de hormiga laboriosa y mi cabeza no funciona de esa manera. Me muevo a impulsos, fallidos las más de las veces. Algo que me reprochaba mi marchante entonces, la simpar Juana Mordó. Nada para consagrarse como repetir una serie de tics a partir de algún hallazgo estilístico, casual o no. La gente necesita reconocerte con facilidad entre la maraña pero ese juego nunca me ha divertido. Lo mío ha sido más el desconcierto, el apostar por posiciones contrarias, el salir zumbando cada vez que el necio aplaudía y buscarme otro coto de caza. Nunca he sido una persona fácil, lo sé, y eso no ayuda.

Me retiré al campo libre y voluntariamente. Tenía una marchante que sostenía con dinero mi deriva y que me aguantó el cambio pagándome puntualmente, mes a mes. En aquel tiempo sólo ponía en cuestión la vanguardia (era 1981) pero no el sistema todo. Ansiaba todavía demostrar cosas con mis cuadros, seguía siendo deudor del todo y a ello me apliqué.

Hubo unos escarceos bonitos con un grupo italiano con el que había remotas coincidencias que engañaron a los críticos del momento. Pero no iban por ahí mis tiros pues mientras los italianos querían hacer de la tradición otro ismo mi frente de pelea era, nada más y nada menos, recuperar la tradición. Volví a exponer unos años más tarde mis nuevas obras y tuve cierto reconocimiento. Después tuvo lugar el robo de mis obras en Italia (que algún día contaré aquí por menudo) y hube de dar un nuevo giro a mi vida pues la necesidad acuciaba: mi marchante había muerto y ya no tenía un sueldo fijo, mi hijo el mayor crecía y otro venía de camino. Era un sinsentido seguir jugando a salvar el arte.

Dedicado durante unos años a la enseñanza, acumulé suficiente energía para despreciar el sistema entero, comenzando por la enseñanza del arte, un fraude en nuestros días. Eso me ayudó a olvidarme definitivamente de exposiciones, críticos y necesidad de reconocimiento. En adelante ya sólo pintaría cuando me viniese en gana, sin compromiso alguno y sin explicaciones. Al desligarme por completo del sistema me convertí en un hombre libre en lo que se refiere a la pintura. Nada debo y nada me deben.

La gente espera que una trayectoria vital como la mía produzca un amargado, un resentido y un envidioso del éxito ajeno. Resulta imposible cuando nadie te ha echado sino que te has ido y cuando sabes de sobra cómo se amaña eso que el ignorante (o el que se lo hace) llaman éxito.

He puesto tres hijos en el mundo, muy bien armados moralmente. Uno es doctor en ciencias, la chica hace su doctorado en filosofía en uno de los grupos punteros europeos y el pequeño sigue su propia trayectoria vital, fascinado por la economía. Me siguen necesitando pero cada vez menos.

Hace unos doce años volvió con fuerza una pasión que venía cultivando paralela y tranquilamente desde muy joven. Me refiero a la fotografía. Cuando he tenido un trabajo terminado lo he dado a conocer a la poca gente que merece mi respeto en esta otra arte. No voy a citar nombres para no dar pistas a mis enemigos. Las opiniones han sido de buenas a muy buenas. Malas nunca.

Hoy sostengo las ansias creativas -que existen, puedo asegurarlo- mediante la fotografía y pienso cada día si volver a pintar diariamente ahora que puedo permitírmelo de nuevo. Pintar durante estos últimos años de vida para dejar claras algunas cosas que se quedaron atrás. Sin ansiedad, sin esperar nada y por el puro placer del arte.

No hay que pintar mucho. La vanguardia y el mercadeo han hecho pensar a la gente lo contrario y, en ese sistema, es por completo necesario si quieres mantener el precio del producto. Hay que intentar pintar cuadros buenos sin necesidad de pensar que uno ha de hacer La muerte de Sardanápalo para ganarse el reconocimiento y, otra vez, el éxito social. Nada tan lamentable como ese pintor que ha de hacer dos exposiciones al año o el escritor que debe publicar dos o tres libros por temporada. Es imposible hacer nada que valga la pena de ese modo. El arte necesita meditación y reposo, volver el cuadro contra la pared hasta que uno se olvida de que es el autor, hasta que desaparecen el amor y la pasión por esa obra y puede verla como algo ajeno. Es entonces cuando hay que salvarla o destruirla definitivamente.

Hago un ritornello como en los madrigales de Monteverdi, que tanto me gustan: separando la inquina de los enemigos que buscan el mal, ¿quién ha triunfado? Soy un hombre completamente liberado de servidumbres artísticas, mis obras (las que eché a rodar cuando joven y las que pueda hacer en el futuro) no tienen necesidad de rechazar la Legión de Honor porque nunca la han aceptado tácitamente. Como en el poema de Antonio Colinas dedicado a Casanova, espero la muerte en este trozo del mundo, en paz conmigo mismo y en guerra con los demás. Y de vez en cuando sueño con los serrallos azules de Estambul.