Mientras dormías

 

Hombre en un hospital. Antonio López.

 

Estoy vivo. Ese es el primer pensamiento que tienes cuando abres los ojos en cuidados intensivos. Aunque sientes dolores inexplicables y te cuesta trabajo respirar, aunque unos minutos más tarde te acometan unas náuseas como no habías sentido y tengas que vomitar una mezcla de sangre y flemas. La boca te arde y te duelen zonas de la mandíbula como si te hubieran estado golpeando mientras estabas dormido.

A los médicos actuales no les gusta que las cosas vayan despacio. Todo va muy deprisa en el proceso: aún no has superado el despertar y sigues vomitando cuando ya quieren pasarte por rayos x para asegurarse de que el tránsito intestinal funciona. Allí me atiende solícita una enfermera de tórax tan plano como el tablero de una mesa y me sorprende que sea capaz de pensar en términos de belleza femenina (en este caso, lo contrario) cuando me siento tan herido y vulnerable.

La habitación te aísla del exterior, concentra tus sensaciones y sentimientos sobre ti mismo, en una soledad que es compartida con cada toque de puerta antes de entrar por parte de los médicos que vienen a mirarte la cara, a echarte una ojeada, y las enfermeras de diferente clase pues unas vienen a atender tus necesidades físicas y las otras a tomar tus controles vitales o reponer sueros y medicamentos.

El patrón de diseño de las baldosas del servicio me distrae. Son losetas claras con puntos y ligeros trazos en un color azulado. Es inevitable ver figuras en ellas y eso me lleva a pensar en algo muy sabido desde joven, leído en el Tratado de Leonardo y corroborado más tarde por la psicología visual de la Gestalt: nuestra mente necesita aferrarse a contenidos figurativos, no acepta patrones abstractos. Los reconfigura y modela para cumplir con una de las virtudes de la especie: haber sido capaces en el pasado remoto de distinguir, entre el follaje abstracto, los rasgos diferenciados del depredador.

La ventana es un Antonio López, especialmente al amanecer, con las primeras luces turbias del día, cuando los montes que se ven tras los edificios modernos están teñidos de un azul de esmalte profundo, mezclado con negro, y en el cielo borbotea un amarillo azufre racheado con pimentón.

Cuando me dan el alta debo vestirme y se me hace muy raro tras vestir las cómodas ropas de hospital, especialmente el camisón quirúrgico. Mi ropa me atrapa en una imagen de mí mismo que días atrás se había difuminado. Soy yo, estoy vivo y voy a salir de aquí por mis propios pies.

Al salir al pasillo comprendo las ventajas del aislamiento. Veo puertas entreabiertas y personas paseando cuya visión no hubiera sido precisamente estimulante. No debe ser bueno mezclar tus propios temores con los ajenos, especialmente ante casos tan desesperados.

Debo esperar en el hall de la clínica a que me recojan con el coche. Venir hasta aquí me ha fatigado mucho y comienzo a ser consciente de los límites físicos que las dimensiones de la habitación me impedían percibir. No tengo media bofetada en este momento y pienso en esas películas donde el héroe yace entubado y medio muerto hasta que, ante el aviso de peligro, se levanta y sale corriendo saltando ventanas y atropellando enfermeras.

Yo no estoy ni para atropellar a una hormiga que pasase por mi vera, las fuerzas se han evaporado. Mientras espero que lleguen con el coche hay un momento de indecisión, ¿a cuál de los dos mundos pertenezco, al que está fuera o al que estoy a punto de abandonar? Es tan sencillo dejarse mecer en los cuidados, tan inquietante salir al mundo y enfrentarte con la fiebre, la taquicardia o la deposición de contenido extraño…

Hacemos bien el viaje, parando en Quintana del Puente, en la provincia de Palencia, para comer una papilla de verdura que me han dado en la clínica. El trayecto del parking hasta el restaurante, apenas cincuenta metros, resulta penoso. Llego agotado y, desde luego, sin ganas de comer. Pero me han dicho que coma o tendré problemas serios, que debo esforzarme aunque no haya apetencia o me sienta imposibilitado. Por Dios que lo intento y consigo acabarme la terrina. Hasta ese momento estaba tan pálido que llamaba la atención y ahora parece que el color ha mejorado un poco. Mejor.

Se me encoge el alma cuando salimos de la autovía y enfilamos hacia el pueblo. Las torres, las murallas de la alcazaba, el color dorado de la luz, todo se pone a conspirar para que me emocione. En el trayecto han ido sonando las voces amigas, las familiares. Ahora se trata de encajar los días venideros con paciencia, sabiendo que hay unos trámites que cumplir, inevitables, para recuperar la salud perdida. Esta entrada es una muestra de que la disposición de ánimo no falla, de momento.