À poil

 

LH1910

 

Allí la primavera es más tardía. Aprovechando el comienzo de las vacaciones solíamos ir a bañarnos à poil en un lugar llamado La Tejera, tal vez porque en aquel terreno se extrajo una gran cantidad de barro y el agujero resultante -bastante extenso- fue rellenado por el agua de lluvia.

Para llegar debíamos cruzar por delante del solitario cementerio y alguna vez nos metimos en el osario para rescatar tibias y calaveras aunque esa es otra historia. Ignoro por qué, teniendo el mar tan cerca y estando tan acostumbrados a bañarnos en él (no en la playa sino en zonas prohibidas como el rompeolas), nos gustaba darnos de vez en cuando la caminata para llegar a aquel estanque de agua dulce. Tal vez fuera el atractivo de juncos y carrizos, las lentejas de agua con ese verde Veronés tan alegre o las cacerías de ranas y serpientes de agua. En el camino cazábamos grillos con un par de tácticas: metiendo hormigas rojas en la cueva del grillo u orinando dentro. En ambos casos el grillo salía a la puerta asustado aunque si metías las hormigas aparecía con una antena o una pata de menos, bajando mucho su cotización en el mercado del trueque infantil. Algo peor ocurría con las ranas cuya piel se deshidrataba en el largo camino de vuelta y llegaban muertas a casa, frustrando el deseo de hacerlas vivir en un bote o en la bañera (al menos hasta que mi madre se daba cuenta, algo que sucedía muy rápidamente).

Recuerdo las silvestres, flores que aún hoy me gustan más que las propias del jardín, aunque sean minúsculas y tengas que mirarlas muy de cerca para apreciar toda su belleza. Me gustaban especialmente los miosotis, dueños de un azul por completo medieval, de Libro de Horas. Y también unas flores con el amarillo más ingenuo que haya visto. Las llamaban zapatitos del Niño Jesús pero a saber cuál será su verdadero nombre. Como calzado eran muy historiadas y más podían recordar a unos chapines del siglo XVIII que a las modestas sandalias de Nuestro Señor.

Los inevitables, además de mi primo Manuel y yo, eran La Vieja (un niño con la piel tan arrugada y feo que se ganó aquél apodo), además de Pereira y el hijo del boticario. Tengo unos cuantos relatos inéditos contando aventuras de aquellos lejanos años y tal vez me decida un día a colgarlos aquí.

Lo que mejor recuerdo es el olor mareante del heno recalentado y el frescor del agua. En cuanto a los concursos que echábamos, siempre ganaba mi primo, hoy capitán de la Marina. Eso fue hasta que presenciamos, bien escondidos entre los carrizos, la aventura amorosa de una pareja desigual: un hombre casado y una muchacha del pueblo.