No pasa nada

 

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Citaba a Don Quijote en la última entrada, en el momento que dice: Yo sé quién soy. La locura es consciente del Yo. Y tal vez esa fuerte consciencia represente la locura misma. El loco se pierde en su laberinto, como Nicholson en la última escena de El Resplandor, a pesar de que sólo él conoce todas las salidas y atajos. Un Yo que puede ser múltiple y cambiante, hasta dar en tan enigmática frase. Lo crucial no está en que el loco sepa quién es sino en que lo sepamos los demás.

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En El aguador de Sevilla el vínculo entre los personajes (niño y anciano) es el agua, elemento primordial de la vida y transmisor de la misma. Al tiempo, en el terreno de los sueños, representa la muerte cuando está quieta. Agua y arcilla, cántaros. Hoy sabemos del extraordinario papel que jugaron la arcilla y el agua, el lodo original, en la multiplicación de la vida. Antes de Adán, antes de la costilla -mito de cabreros en cuyos rebaños el cabrón impone la ley-, fue la tierra, principio femenino del que surge todo lo demás. Leí en algún sitio que en ciertos pueblos se celebra la llegada de la primavera haciendo los hombres agujeros en la tierra y eyaculando dentro. De la tierra la serpiente, representación del Mal en el judaísmo y animal sagrado al que sólo Apolo, luz y razón, dios solar, podrá vencer. Metáfora mítica y paradójica de la victoria del Logos sobre el Mito.

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Un niño tunecino lleva en su espalda desnuda, pintado con rotulador, el número nueve y encima, en letras mayúsculas, Ronaldo. Es una conmovedora foto de una amiga de aquel país. Una foto que no ganará un WP pero vencerá la batalla contra el tiempo, que es al final lo que importa.

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Sabemos quiénes eran Maribárbola o Nicolasito Pertusato pero no tenemos la menor idea acerca de aquellos que posaron para el aguador o la cohorte de borrachos que beben con Baco. En la Muerte de la Virgen, Merisi usó de modelo a una prostituta con el vientre hinchado. Y pretendía que los patronos aplaudiesen, signo de la locura genial de que estaba poseído. A él lo llevó a la muerte pero tal vez fue necesario que desapareciese para que la puerta abierta pudiera ser franqueada por otros más capaces.

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El pintor S nos invitó a cenar en el Ateneo, a los cuatro. Corrían los años de la Transición y los viejos hábitos no habían cambiado. Nadie nos advirtió de la necesidad de corbata y agotamos las de préstamo. Estábamos ridículos, con aquellas corbatas desentonadas y sin poder quitarte el abrigo pues no se permitía cenar en mangas de camisa. Usaba yo entonces un abrigo muy bonito de paño inglés, en un gris apropiado, que ella había encontrado brujuleando por tiendas elegantes en trance de cierre. Era cálido y confortable en el frío pero una sauna en aquel salón, ante una sopa caliente.

El pintor S era una celebridad de aquel tiempo. Murió ciego de tanto hacer rayitas con el tiralíneas y a su pareja lo mataron años más tarde unos señoritos trueno, fingiendo una muerte por venganza entre homosexuales cuando lo que buscaban era el dinero de S. Un crimen horrible, según se dijo, que el pobre A -un pedazo de pan- de ningún modo merecía.

Pero aquella noche S estaba contento y muy vivo, rodeado de cuatro muchachos que pegaban fuerte y hacían una mierda de revista, aun así lo mejor que se hacía entonces en Madrid. Q probo la heroína por primera vez y estaba verde como gargajo de tuberculoso, aunque decía que se encontraba fenomenal, que aquello era extraordinario; afirmación desmentida por la cantidad de veces que iba al retrete a vomitar. El pintor S no se enteraba de nada y andaba preocupado por si la cena se encontraba en malas condiciones. Unos meses más tarde, ya todos trajeados y encorbatados, montábamos allí mismo el homenaje que dimos a Rosa Chacel, con la presencia de viejas glorias de uno y otro signo.

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Aquellos meses marcaron un nuevo rumbo en la vida del siempre imprevisible Q. Se fue alejando de nosotros y metiéndose en problemas. Quiero decir, en problemas más serios de los que habitualmente le acompañaban. Tuvo que escapar del piso en el que vivía por algo relacionado con un ajuste de cuentas y se vino a vivir conmigo una temporada. Cierta noche me despertaron unas voces y cuando salí de mi habitación para ver qué pasaba, me encontré a un tipo de mal aspecto con una navaja puesta en el cuello de Q. Sobre la mesa había cartas y fichas y otros jugadores, tan malencarados como el de la navaja, animaban a éste a pincharle la yugular.

Debieron pensar que no había nadie más en la casa porque se sorprendieron al verme entrar en pijama. Algo debió decirles que yo era el dueño y, sin pedírselas, se pusieron a darme explicaciones: Q le había ganado la moto al tío de la navaja con trampas y éste no tragaba. Que hacía trampas ya lo sabía yo por una noche que nos jugamos unos cuartos, pocos, en la terraza de SJ. No me extrañó que el de la moto quisiera pincharle. Lo raro era que Q no pasaba por reconocerlo y devolver una moto que, en definitiva, no había cambiado todavía de dueño. Traté de poner orden y ayudar a Q haciendo que devolviese la moto pero se cerraba en banda. No me dejó otra salida que pedirles que salieran todos a la calle y ajustasen fuera sus cuentas.

Q terminó vivo, seguramente porque el de la navaja se echó adelante y él cedió pues no sabía montar en moto ni tenía carnet. Al día siguiente le pedí explicaciones.

-No pasa nada, tío. Son buena gente.