Pintar en silencio

 

oipop

 

 

Pasan los dias de un otoño tan bonito que parece pintado a mano. Cuando asoman las nubes y el cielo se anima es como para no moverse hasta que la luz se va. Hace unos días estuve buscando un camino que bordea la ciudad por su flanco norte. Debe estar ahí pero no encuentro el acceso. A la hora del lubricán los lejos se volvieron de un azul violeta cristalino, como a punto de romperse. No hay azules que igualen los de esta tierra y, después de darle vueltas durante años al porqué, caí en la cuenta de que son las encinas las que van tornasolando de ese modo en los últimos planos. El verde apagado se va volviendo azul con la distancia y la luz, limpia y gloriosa en unas tierras incontaminadas, hace el resto.

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Nada tan absurdo como imitar la fotografía con pintura. O decir, como el pintor X, que el arte figurativo no tiene sentido desde que existe la fotografía. La fotografía nació para ayudar a la pintura y fue un invento de pintores que pretendían abaratar el coste de los retratos de encargo. La etapa pictorialista de la fotografía tiene sus cimientos en este origen. En nuestros días son los pintores quienes imitan el aspecto de las fotos, un horror para quienes gustamos de la superficie pictórica con su emoción y sensualidad cuando está bien hecha.

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En la pintura, como en un texto escrito o una pieza musical, hay pasajes blandos y durezas. Es una variedad que nuestro ojo ve con agrado. Detestamos por igual la pintura polvorón y la de acero, dos aberraciones que van contra el modo en que percibimos el mundo. Y a propósito de esto me viene a la memoria el comentario de Degas sobre la pintura de Sert: «Es todo de acero menos las corazas, que son de cartón«.

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Tomo notas de las cosas que voy viendo o de mis ocurrencias en el apartado notas de mi teléfono. Es más cómodo que llevar una libreta pero tiene un gran inconveniente: a veces las anotaciones se largan a ese limbo informático al que las personas comunes no sabemos acceder. Tal me ha ocurrido hoy con las notas de la semana.

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Pinto mucho pero no aguanto sesiones largas. Más de tres horas por la mañana y otras tres por la tarde me dejan exhausto. No sólo se me cansa el cuerpo, y mucho, sino también la cabeza. Pinto en silencio, por lo general, y no pongo música como tenía por costumbre. No hago caso pero resuenan las palabras de un pintor norteamericano a quien conocí en la juventud: «Antes pintaba escuchando a Bach y eso me hacía creer mejor pintor de lo que soy. Ahora abro la ventana y dejo que entre el sonido del campo«.

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La amistad es una de las formas que adopta el amor. Recuerdo una clase sobre Ficino y también la estúpida teoría de las dos mitades, como si fuéramos piezas de un rompecabezas a merced del azar, en una habitación inmensa llena de mitades entre las que hemos de encontrar la nuestra. La realidad es más sencilla, por suerte, y establece unas reglas de juego que podemos seguir.

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Cuando pasan los meses sin verlo, echo de menos el mar. Me crié a su vera y la forma de mi sensibilidad inicial, la que dicen que mantenemos el resto de la vida, se formó junto a una marina en permanente cambio de luz y textura. Episodios como el barco naufragado en el rompeolas, los charcos en las rocas que deja la marea repletos de sardinas, el langostero que chocó contra el puerto con todos los tripulantes asesinados y la vez que lanzamos una bengala de socorro y toda la dársena se llenó de luces y sirenas. Eso y el temor a la galerna, las noches de pesca con mi padre en un barco que tenía entonces, los bloques de hormigón alineados en los que vivía aquel pobre loco, en un vagón de tren abandonado. El monte y el mar, uno y otro, una infancia.