Sabían nadar

 

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Me he reído con la frase: «Trataba de ahogar las penas en alcohol pero las muy cabronas sabían nadar«.

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Se hacen las cosas porque sí, porque apetece, y terminas sabiendo que hay gente que hace lo mismo pero teorizando. Desde que era muy niño, cuando un árbol me gusta me abrazo a él. Unas veces porque lo veo desmejorado y me da lástima y otras porque me parece tan hermoso que quiero sentir el pálpito de su belleza. Es un momento único y con un poco de atención e interés se puede notar que los árboles dicen cosas que no comprendemos pero que son buenas. Su tiempo no es el nuestro, sólo los vemos moverse cuando los agita el viento pero no están quietos.

Ahora dicen que su energía es muy positiva, que abrazarse a ellos sirve para curar la depresión y calmar el pensamiento. Hay quien afirma también que pueden ser una ayuda contra enfermedades malignas. Quién sabe, reconfortan la vista y alegran el alma. Eso ya es mucho.

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Hay escritores que escriben sobre las cosas que conocen -y lo que mejor se conoce suele ser uno mismo- y otros que escriben sobre las cosas que les convienen. Con estos últimos no se debe perder el tiempo.

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Me ha interesado mucho la noticia: tras muchos ensayos analíticos sobre restos de Heidelbergensis, Erectus y Antecessor, el equipo de Atapuerca ha concluido que nosotros, los Sapiens, no descendemos de ninguno de ellos. En otras palabras: no se ha descubierto todavía el homínido del que provenimos.

En esta rama del conocimiento, como en el resto, los instrumentos de análisis y tecnología van tan deprisa que a menudo cogen a los especialistas con el pie cambiado. Hace cuarenta años cualquier especulación sobre las técnicas pictóricas de los clásicos caía de lleno en el mundo del misterio. Los teóricos solían aplicar un proceso mental que es completamente erróneo: «Si haciendo esto consigo lo mismo, es que es lo mismo«. Y no es para contarse la que liaron.

Pero la restauración de obras de arte debía pasar de procedimientos aleatorios y recetas dudosas a una metodología ordenada,clara y universal. Era inevitable que, como parte de ese proceso conceptual, se conformaran técnicas de análisis e instrumentos que, en poco tiempo, comenzaron a dar luz a los misterios. La sorpresa fue que no había sorpresa. La disolución fría del ámbar que explicaba -decían- la calidad del barniz de los Van Eyck y la sonoridad inigualable de los Stradivarius quedó relegada a tema para escritores de historia-ficción. Velázquez era más genio todavía de lo que venía siendo pues, al no disponer de secretos y fórmulas mágicas, pintaba igual que todos pero muchísimo mejor. Hoy, para saber de tales técnicas, procedimientos y recetas, basta con leer las publicaciones de los gabinetes técnicos de los museos.

Pues así como en los últimos años se ha puesto patas arriba cuanto se afirmaba y sabía de los clásicos en este asunto, parece que está pasando con la arqueología y paleoantropología. De momento, las teorías sobre nuestra línea evolutiva han quedado descartadas y el enigma continúa vivo.

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He visto dibujar una cabeza del natural a uno de estos jóvenes norteamericanos que se han replanteado el oficio de pintor. Hace un esbozo muy bueno, coloca muy bien las masas, realza las luces y la cabeza se sale del papel: podrías colgar un sombrero de la nariz. En lugar de fijarlo, firmar y a otra cosa, se empeña en incorporar más detalle. Comienza a dar vueltas en círculo, endurece el dibujo y lo que estaba lleno de valor y sugerencias termina siendo una estampa que aspira a fotografía. Una completa ruina.