Un tejo en las colinas de Hereford

 

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El poder verdadero, que no es el de los partidos políticos, resulta insaciable cuando necesita utilizar la realidad para cambiarla. Es el caso Mandela, ahora, o la Transición española en su tiempo.

No se puede cambiar la realidad sin utilizar para ello un símbolo al que se pueda adjudicar el mérito y que, al mismo tiempo, permita esconder la mano que mueve la escena. Mandela no resolvió el problema del appartheid tras su salida de la cárcel pero no era eso lo importante sino tener un ídolo al que la gente podía adorar en su calidad de agente del cambio. Dicho de un modo más cínico: La política es demasiado importante para dejarla en manos de los políticos.

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A menudo se ha echado la culpa a Aznar y Rajoy por no haber cambiado en su día el entramado socialista en la policía y el servicio secreto. Se arrugaron.

Parece que Aznar pensaba poner al frente de Interior a Arias Salgado pero Felipe González entró en pánico y exigió al rey, por medio de Suárez, que convenciese al flamante presidente de que nombrase a otro. La amenaza fue que si a él lo sentaban en el banquillo iban todos detrás. Y era bastante plausible que Arias Salgado llevase las cosas lejos.

Dadas las simpatías del monarca por el partido socialista, y muy especialmente por Felipe González, no dudó en convocar a Aznar a la Zarzuela y convencerle de que apartase a Arias Salgado de su cabeza y nombrase a un hombre de consenso como Serra. La permanencia del entramado quedó así asegurada, aunque eso no exime de responsabilidad a Aznar.

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Se han llevado a F. a una residencia para ancianos. Su estado ya era algo más que lamentable, así como el tormento a que nos sometía a los vecinos. Algún sobrino compasivo ha debido pensar que, mejor que manejar la pensión de la pobre trastornada, era que ella estuviese bien atendida. Menos mal. Han desaparecido los gatos tiñosos y los cacharros con comida maloliente. Y es que amar al prójimo es sencillo cuando éste se ducha a diario pero sólo al alcance de los santos en casos como el de F.

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La gente de Madrid se mueve en el pueblo como una apisonadora, arrasando y pisando callos en pies delicados. Desconocen el extenso tejido familiar que rodea a cada habitante y que tenerla con uno es malquistarse con cuarenta o cincuenta pues el concepto familia, en estos lugares, ha de entenderse en el sentido romano.

Van conduciendo, se molestan con alguien y no dudan en sacar la cabeza por la ventanilla -como en Madrid- y mencionar a la mitad de los antepasados del conductor del coche contrario. Después se sorprenden de que el de ultramarinos los mire con odio o el mecánico no quiera acudir en su ayuda. Eso si no es el médico en servicio de urgencias.

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Algunas historias son bonitas y fáciles de creer. Suele molestarnos cuando nos las cambian. Me dijeron hace muchos años que Miguelito el de las hierbas era hijo de un represaliado político y que, siendo lelo de nacimiento, tenía querencia por la sierra porque fue allí donde dieron pasaporte al padre.

La verdad es bastante más vulgar: Miguel era un tipo normal, atleta y amante de la natación. Deslumbraba a todos en la piscina en un tiempo en el que muy pocos sabían nadar. Él lo hacía de un modo estiloso y potente hasta que tuvo un corte de digestión y el cerebro se le quedó sin riego durante unos instantes. Cuando lo reanimaron ya era Miguelito el de las hierbas.

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Puede ser que, de un largo viaje hecho años atrás, el recuerdo más vivo que conserves sea el de un oscuro y espeso tejo en una colina de Herefordshire, bajo una lluvia mansa y eterna.