Tarde de domingo

 

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Pierre Larzabal, cura de Sokoa en Francia, fundó Anai Artea, una organización dedicada a prestar acogida a los refugiados (sic) vascos. En realidad se trataba de una tapadera para los etarras y alguna cosa más, como indicar a los empresarios que acudían muertos de miedo a pagar el impuesto revolucionario el camino de la casa parroquial de Sokoa. Allí tenía lugar el cambio de propiedad del dinero, que solían recoger dos etarras, uno de los cuales comenzaba por poner una pistola en la sien al desdichado contribuyente.

El papel del cura, aparte de facilitar su casa, incorporaba también un melifluo discurso en el que trataba de convencer a la víctima de que el País Vasco estaba invadido por una fuerza extranjera y era completamente lícito que aquellos valientes gudaris mataran para expulsar al invasor.

Lo que tal vez nunca supo este cura trabucaire es que estuvo a punto de ser asesinado por encargo y sólo se libró porque quien financiaba la muerte cayó en la cuenta de que los etarras sabrían que alguno de los extorsionados había hablado más de la cuenta.

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Resulta interesante  observar cómo los dirigentes políticos, tras abandonar el cargo, adoptan todos la personalidad de ectoplasma: hablan como si nunca hubieran estado allí.

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Para financiar una nueva persecución religiosa ha de haber pasado algo muy serio a quien lo hace. O haber caído de lleno en la superstición atea, aun más peligrosa que la del fanático. Me refiero, claro está, al biólogo Dawkins.

Tienen su peligro estos biólogos. Tal vez porque su materia es la vida llegan a creer que la entienden y abarcan en su totalidad.

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Es propio de las mentes perturbadas apartar a un lado toda prueba o evidencia que contradiga su opinión. Quiero decir la totalidad de sus opiniones porque todos tenemos alguna  de la que no estamos dispuestos a apearnos pero eso es, justamente, la normalidad.

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El Romanticismo no solo incorporó al discurso artístico la exigencia de originalidad sino también el mito del artista como héroe. Desde entonces, para ser considerado un verdadero artista, ha de tenerse una vida excepcional. Puede servir el loco, el drogadicto, el pervertido o el delincuente. Cualquier cosa que se aparte de la normalidad, donde resulta del todo imposible el genio.

En esa caracterización del artista resulta inevitable el concepto del arte como auto-expresión.

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Creo que a todos los pintores jóvenes de Norteamérica cuya obra merece ser mirada les gusta Sorolla y lo citan profusamente. Hubo expediciones a Madrid para ver la exposición Sargent-Sorolla.

Hace años te la cargabas sin remedio. Sorolla tenía la consideración de pintor frívolo, intrascendente, costumbrista y de derechas. Claro que quienes así lo caracterizaban pasaban su tiempo cosiendo arpilleras o tirando pintura contra un lienzo, lo que debía ser muy de izquierdas.

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Cuando yo era adolescente la frase ritual para salir a divertirse era «vamos a dar una vuelta». Y era literal porque todo lo que hacíamos era dar vueltas a la plaza porticada esperando que algunas chicas nos permitieran acoplar nuestros pasos a los suyos. Ese era todo el acople que habría en aquellas largas y melancólicas -al tiempo que desesperanzadas- tardes de domingo.