Vaso de agua

 

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Es tremendo cómo funciona la selección natural en los pintores figurativos. Algunas veladas me distraigo buscando en la red imágenes de pinturas. Miro muchas para encontrar una. Es una suerte de juego pues lo que busco, a través de las imágenes, es una sensibilidad común. También me fijo en el oficio, aunque no me impresiona la habilidad para imitar la imagen fotográfica. No es fácil definir en pocas líneas lo que considero muestra de buen oficio pues no es la habilidad circense sino algo bastante más inasible.

El problema es que hay demasiados pintores a causa del abaratamiento del oficio y las facilidades que ofrece el mundo presente. La selección natural invocada arriba, tan dura en los tiempos del esplendor de las artes, opera hoy en el mero terreno de la habilidad comercial, esto es, de la capacidad para endosar puerilidades como ideas profundas. En este sentido me dijo hace años un pintor que dio clase a Barceló que su ex-pupilo era bastante nulo en el terreno del dibujo pero listísimo a la hora de colocar un rollo. Cualidad ésta última más conveniente que la primera para alcanzar dinero y fama.

Un pintor con el que expuse una vez, a mis dudas sobre la falta de escala de su pintura, preguntó qué era eso y cuando se lo expliqué contestó que el asunto no le interesaba. Era su forma de decirme que él jugaba en otra liga, una en la que las bondades de la pintura tradicional no importan. Debí pensarlo antes pues, tras el retrato de Gertrude Stein por Picasso, la pintura juega en esa otra liga que él invocaba sin nombrar.

Z. solía decir cuando alguien se quejaba de no tener obra en su colección: «Pues que se haga su museo». Clarividente ya que exactamente eso es lo que vienen haciendo las instituciones con el dinero de todos: hacerles museos a su medida. Intenta colgar en ellos otro tipo de pintura y el conflicto visual está asegurado.

La pintura moderna se vino haciendo para los hall de los grandes bancos, los portales de las casas de vecinos lujosas y, puestos a peor, para las consultas de los dentistas glamurosos y las habitaciones de hoteles caros. Así la que no iba directa a los museos.

La necesidad de paredes blancas y espacios deshabitados ha crecido disparatadamente en los últimos treinta años. El artista figurativo, cuya pintura aspira a convivir con la gente en sus propias casas, anda muy perdido en tales enormidades. No es extraño que los escultores de esta cuerda tengan que multiplicar por mucho la cabeza de un bebé como único modo de reclamar el interés del viandante. Unas cabezas tan bonitas a tamaño real como las que, de la mano de Antonio López, quieren animar la entrada a la estación del tren en Madrid pierden su esencia -la contemplación intimista y pausada- al cambiar de escala.

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En mi juventud decir de una película que no se notaban los decorados era todo un elogio. Samuel Bronston cimentó un gran éxito -con sonoro fracaso final- gracias a unos decorados gigantescos que parecían de verdad. Por supuesto que estaba el español aguafiestas, tan recurrente, quien decía a la salida del cine: «Se nota que son de cartón».

Ahora lo pesado son los decorados digitales, que siempre se notan y ofenden al ojo educado. Suele resultar muy deseable que la película que vamos a ver carezca de efectos especiales y de tales decorados. Sólo gente normal haciendo cosas normales en lugares reales.

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Es tan radical la duda como la fe. Es una forma de decir que tanta fe pone el que duda en hacerlo como el que la posee en no hacerlo. Véase el Daimon cartesiano.

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El gusto por Dalí tiene que ver con el interés por lo monstruoso, un papel que en otro tiempo representaron las mujeres barbudas, los enanos y otros tipos de desgraciados físicos. Me inquieta que el otro genio catalán sea Gaudí.

Ese interés no es propio de las mentes cultivadas sino de las vulgares, que se asombran ante lo anormal y son incapaces de apreciar la belleza sencilla del vaso de agua.

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He leído estos días que la fortuna personal del rey de España alcanza los 1670 millones de euros. No sé cómo se puede hilar tan fino y precisar tanto. Si fuera verdad sería asombroso que desde su llegada a España -con un traje algo raído que se le había quedado corto y sabido que Franco lo mantenía sin lujos- haya sido capaz de juntar tal cantidad de dinero.

Se entiende que salga Spottorno pidiendo el cierre del sumario que implica a la infanta y su marido. Apostaría a que no entienden lo que les está pasando pues llevan muchos años haciendo exactamente lo mismo sin que nadie se altere ni tengan que salir a disculparse. Todos los periodistas han sabido de las relaciones amistosas del rey con personas del sexo opuesto. Su fidelidad a la reina duró exactamente lo que tardó en morir Franco, que llevaba muy mal los pecados de bragueta y lo hubiera devuelto a Estoril sin pestañear y encantado de nombrar sucesor al marido de su nieta. El asunto fue que, en el aire teñido de idealismo que sopló durante la Transición, nadie estaba dispuesto a publicar algo que fuera contra la Corona. González lo cubrió después al milímetro, tapando enredos, líos de cama y aventuras financieras inapropiadas.

Hace unos meses hubo un patético intento de justificar el inmenso incremento patrimonial invocando la herencia del padre. Imagino a los descendientes de aquellos monárquicos españoles que viajaban a Estoril con la bolsa llena para acudir al sostenimiento de la entonces Familia Real tirados de risa por el suelo.

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La investigación por el Instituto Planck del ADN en un resto óseo femenino hallado en Denisova ha terminado de echar por tierra, al menos provisionalmente, todas las hipótesis vendidas como hechos sobre la evolución de nuestra especie. Ahora vemos que las piezas no encajaban como parecía y que la oscuridad permanece.

El conocimiento avanza a medida que se afilan los instrumentos existentes o aparecen otros nuevos y se reducen las zonas de sombra. Sin embargo, basta una contradicción para que todo deba volver a cuestionarse.