Quien tiene prisa, muere.

 

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Me privan los marqueses arruinados que viven en un palacio con goteras en compañía de un sirviente viejo y algo cojo por el reuma y que hace tantos años que no cobra sueldo que ha llegado a olvidar que algún día lo cobró.

Si además tiene biblioteca rancia con libros mordidos por ratones y un paraguas sobre la cama, qué voy a decir más que estoy deseando entrar en su vida, invitarle a comer y dejar que se desahogue contándomela.

También me gustan los marquesitos truenos. Son más desagradables de trato pero siempre hacen cosas que te dejan admirado, como aquel que entraba a caballo en todos los bares camino de la feria pidiendo vino para él y lechuga para el caballo, y cuando llegó a la caseta que le correspondía hizo que el equino saltara sobre la larga mesa e hiciera unas cabriolas hasta que todo se vino abajo: mesa, sillas, platos, fuentes y vasos. Una barbaridad pero con eso conquistó el corazón de la mujer más guapa de aquella Sevilla, que se casó con él y salió tarifando en cuanto descubrió que el trueno no sólo usaba la fusta con el caballo.

Los que no me gustan son los que van de serios pero campechanos y populares. Tampoco me gustan los reyes que no usan manto de armiño, corona y cetro para recibir y hacerse fotos. Un rey civil, como mi vecino o yo, que puede ser hasta republicano de ideas (en todo menos en la herencia de la sangre, que viene por la gracia de Dios) no me parece adecuado. El pueblo necesita símbolos y ejemplos que imitar y si un rey sale a la calle sin corona, con traje de ejecutivo, prefiere a una de esas putas de la tele y quiere ser como ella.

Pero no tenemos remedio: tuvimos un rey aficionado a los excesos y le hicimos pedir perdón. Eso no hay rey que lo aguante y así anda ahora, de gastrósofo con cachaba.

La verdad es que los únicos reyes que me gustan son los de la baraja y no juego a las cartas.

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Pensaba que lo inventó Lenin pero fue cosa de Stalin según leo: los fallos propios siempre son culpa de los enemigos de la revolución y los hay por todas partes.

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Tras la invasión y reconquista de Francia por los aliados ocurrieron varias cosas interesantes: de la noche a la mañana no quedaba un partidario de Vichy y todos los franceses lucharon en la Resistencia. Tan exagerado fue el asunto que, de haber sido cierto, hubieran echado a los alemanes sin disparar un tiro: a soplidos.

Otra cosa fue que, aunque De Gaulle era un tío bastante desagradable en todos los órdenes y caía mal a los jefes aliados, alguien tenía que encarnar a la Francia Libre y sólo podía ser aquel zanguango. Por lo tanto las tropas aliadas que se batían el cobre con los alemanes, cuando los hacían huir y tomaban una ciudad, tenían que esperar a que De Gaulle, acompañado de media docena de tanques con bandera francesa, entrase a pie y fuera aplaudido como libertador. Siempre entraba a pie, ahí si demostraba valor pues podía quedar algún francotirador escondido y dejarlo tieso de un tiro.

En París anduvo kilómetros delante de sus tanques, poco usados, y casi se mete en la refriega: un poco más y se pone a tiro de la ametralladora que manejaban unos soldados alemanes bastante duros. Claro que es fácil pensar que si el general se ponía de perfil no le acertaba ni el francotirador de la película de Eastwood.

Stalin quiso apoderarse de Francia, como antes lo intentó con España, usando para ello al Partido Comunista francés. Órdenes directas de Moscú: no soltar las armas y leña al mono. De ahí que Churchill y Roosevelt, aunque parece que no tragaban al pomposo francés, le diesen tanta cancha.

Con los españoles no se portó bien porque no sólo participó activamente en el bloqueo sino que convirtió Francia en un refugio seguro para los terroristas vascos. Calles hubo en Hendaya y Bayona en las que los bares frecuentados por los criminales eran custodiados por la policía francesa para que a los gudaris valientes no les ocurriese nada. Realmente hasta el nombramiento de Sarkozy como ministro del Interior los etarras contaron con la complicidad de los gobiernos de Francia, al principio más activa y después haciendo como que miraban para otro lado. Felipe González creyó, tras ganar las elecciones del 82, que siendo el socialista Miterrand presidente el final de ETA era cosa de horas. Ya sabemos cómo fue el asunto.

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El poderoso siempre tiene razón, la razón que da la fuerza: si dos ambulancias que van a recoger heridos y en las que sólo viajan sanitarios son voladas por los aires y los ocupantes despedazados no cabe la menor duda: no eran médicos y enfermeros sino terroristas.