Revuelo del cóndor

 

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No es que viva rodeado de científicos pero mi hijo mayor se gana la vida en un centro de lo mismo en Cambridge, Boston, Massachusetts. Eso da carácter a una familia y se acaba hablando del asunto más de lo que mi escasa formación permite.

Viene a cuento de haber observado diferencias que separan sin remedio a científicos de tecnólogos, biólogos, arqueólogos de Prehistoria y otras formas del saber que se reclaman como ciencia: los primeros saben que toda teoría es una hipótesis, más o menos duradera, y ha de pasar mucho tiempo –bajo toda clase de prismas– para terminar en axioma. Sin embargo llega un estudioso de las etapas más oscuras de la vida humana sobre la tierra, encuentra un par de huesitos de persona y te acaba diciendo que había gallinas en las inmediaciones. O afirman rotundamente que no hubo transferencia genética entre las variantes de nuestros antepasados: el neanderthal se extinguió, por ejemplo, y desapareció para siempre: llegué a creerlo, tal era la fuerza con que lo afirmaban.

Pues no, había una variable importante y era el alcance limitado de los métodos de análisis: unos años más tarde, con una tecnología que permite afinar bastante más (el análisis del material genético), van unos investigadores alemanes, concluyen exactamente lo contrario y dejan a los de Atapuerca a la altura del betún: no sólo hubo cruce sino que en nuestro ADN hay material genético de cuatro antepasados diferentes: cromagnon, neanderthal, denisovano y una cuarta especie, que está ahí pero de la que todavía no se han encontrado restos.

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Con el estudio y análisis de las obras de arte ha venido pasando algo similar. Los métodos de trabajo sólo podían ser los de un tiempo, con una tecnología concreta. Los investigadores se arreglaban con ellos y sacaban sus conclusiones, más valiosas o menos, pero a veces con errores de mucho bulto. Porque está muy bien que apliques a un Velázquez la máquina de rayos X y, basándote en la opacidad del plomo puedas observar arrepentimientos, cambios significativos o leves en la composición, personajes que están debajo pero que han desaparecido para el ojo humano… O los rayos UV que permiten observar repintes superficiales y distinguir lo que no es de mano del maestro, aunque pueda parecerlo a vista desnuda. Y la cromatografía de gases, que permite determinar los pigmentos presentes en una micromuestra o el microscopio electrónico que deja ver los estratos de un pequeñísimo fragmento de pintura.

Pero, ¿es suficiente? ¿Se puede determinar con tan escasas herramientas lo no visible de un cuadro que puede ser muy grande? El sentido común dice que no, como también nos dice que alguien inventaría un modo no lesivo de penetrar en el cuadro –sin necesidad de bisturí– y nos permitiría ver todas las capas, sin limitaciones. El invento está y lo han desarrollado investigadores italianos y británicos. Ya está trabajando en las primeras obras de arte y una revista de física publica un reportaje sobre el tema.

¿Dónde van a quedar las interpretaciones actuales? Me intriga que pasará con el libro de Brown y Garrido, tan asertivo y escrito con criterios de finalidad. Si ese trabajo ya echó por tierra diversas explicaciones a cuál más absurda, habrá que ver en qué para lo que ambos dicen. La combinación de un historiador prestigioso e indiscutible como Brown –todo mi respeto para su obra– y una técnica como Garrido podía parecer tan fuerte como la cadena que ataba a Prometeo en la roca pero había un eslabón débil y el futuro, otra vez, vuelve a parecer interesante.

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Dos libros que me interesa leer: el tercer tomo de los diarios de Iñaki Uriarte y el de Esperanza López Parada dedicado a su madre. Pedí ambos hace semanas por Amazon pero el paquete llegó en malas condiciones y tuve que devolverlo. Los he pedido otra vez y están de nuevo en camino.

Uriarte ya no es sorpresa: sus breves diarios son tan buenos que debe quedar poca gente que no sepa quién es y cómo escribe de bien. Por mi parte le tengo un aprecio especial, aunque no lo conozco personalmente, por el hecho de que compartimos la amistad y el cariño de una gran persona ya muerta. Así son las cosas: coges aprecio a un desconocido porque era amigo de un amigo al que querías y, leyendo sus libros, te das cuenta de por qué el desaparecido lo quería tanto. Y al mismo tiempo sabes que será imposible, salvo por azar, que Uriarte y yo lleguemos a conocernos personalmente pues su mundo inmediato y el mío no pueden estar más alejados. Un asunto éste que carece de importancia ya que, al leerle, es como si lo conociese desde siempre.

De Esperanza López Parada no he tenido noticia, ni como escritora ni personal, hasta hace unos días. Traté bastante a sus padres porque las vidas coincidieron durante unos años en torno a la Galería Juana Mordó. Su madre, una de las dos Esperanzas –la otra era Esperanza Nuere, de cuya vida nada sé desde hace mucho– que trabajaban en la galería, eran para un pintor demasiado joven como lo era yo entonces, dos hadas: Juana tenía mal genio cuando se ponía y a veces tiraba contra el primero que encontraba. Pero allí estaban las dos Esperanzas para quitar hierro, animarte y que salieras con el orgullo intacto. Dos joyas de mujeres, de las que no se pueden olvidar. La tercera, que duró poco, fue Catherine, hijastra de Picasso a quien vi por última vez hace demasiados años en el Beaubourg, estando con LM Panero y JM Bonet. Unas voces en la plaza llamándome por mi nombre y Cathy con uniforme de aquel engendro contenedor, corriendo para fundirse en un abrazo.

Y el padre de la Esperanza joven y escritora, el de apellido López. Grandísimo escultor, el mejor de todos, de quien tengo una obrita en casa que quiso cambiarme por un cuadro mío de hace más de 30 años, seguramente muy malo.

Tengo mucha curiosidad por saber cómo escribe la hija de estas dos personas a las que aprecié y –quiero pensar– también me apreciaron. La respuesta muy pronto.

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Y siguen los recuerdos de tiempos idos. Ayer sonó el teléfono y era el director del Museo José Guerrero de mi ciudad natal, a la que todavía me vinculan padres y hermanos. Hace muchos años que tuve amistad con Pepe y le hice una entrevista grabada en cintas de cassette (lo que teníamos entonces) para escribir con ella una conversación con destino al catálogo de la primera exposición antológica que se le hizo tras volver de Norteamérica. Fuimos dos comisarios (no recuerdo si hubo alguien más). Pepe y yo, con la presencia amable de Roxana, que revoloteaba alrededor y nos servía bebidas frescas de vez en cuando porque hacía calor en aquel estudio de la calle Serrano de Madrid. Grabé seis cintas de una hora. Se fue la mayor parte del día sentados a la camilla, metiendo cuñas para que Pepe largase lo más posible, interrumpiendo poco para no cortar el hilo de sus recuerdos.

Con el paso de los años, me lo han dicho en diversas ocasiones, aquella entrevista que iba para texto de catálogo, y de la que se publicó sólo lo más llamativo, se convirtió en canónica, en «la» entrevista con José Guerrero. Conservo las cintas pero nunca he vuelto a escucharlas. Durante muchos años porque me daba pena oír la voz del muerto y ahora porque no tengo el reproductor.

Tiempo atrás quise deshacerme de ellas y pensé dárselas a la familia Guerrero pero Roxana ya había muerto. su hija también murió y tengo entendido que sólo vive su hijo Tony. Cuando JMB fue director del Reina tuve en la cabeza dárselas y que buscase el modo de que permaneciesen allí pero ahora me alegro de no haberlo hecho. Tengo que oírlas de nuevo uno de estos años y pensar qué hago con ellas.

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Kissinger, judío, y Klaus Barbie, nazi alemán, colaborando en la Operación Cóndor y la Escuela de las Américas. La tortura brutal sustituida por otra más refinada, cruel y eficaz.