Canalla poligonera

 

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Cuando escribo en esta cosa que no me atrevo del todo a llamar diario (porque no lo es más que en sentido figurado) a veces tengo notas delante que he ido tomando y otras dejo que aflore el recuerdo de algo vivido o pensado. Sin preferencias.

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Aunque pudiera parecer lo contrario no tengo nada en contra de los experimentos en las artes siempre que se consideren lo que realmente son. Y al igual que en el laboratorio o la pizarra la mayor parte de los experimentos terminan en la papelera sucede lo mismo con los artísticos. O así debería ser si no interviniesen factores ajenos y con intereses bastardos que nos quieren hacer creer que todos los experimentos son valiosos, dignos de atención y museables.

En el arte no se ha dejado de experimentar desde Altamira. El ensayo y error ha formado parte de lo que no debería llamarse evolución sino devenir. Y cada vez que un artista, experimentando, ha dado con algo valioso para todos, su hallazgo ha sido incorporado sin más al acervo común, formando carne con él. T.S. Eliot lo expresó muy bien cuando escribió que cada nueva obra de arte que realmente lo es obliga a todas las demás a recolocarse, como libros en un estante.

La pintura sobre lienzo nace de un fracaso: la ruina en breve tiempo de los frescos de Giorgione en el Fondaco dei Tedeschi, en la húmeda Venecia. Es mejor poder trasladar la pintura cuando el edificio presenta problemas para su conservación. Si añadimos la facilidad para encontrar grandes piezas de lienzo en una ciudad de navegantes cuyos barcos se mueven gracias al viento que hincha las velas sólo queda encontrar el modo de proteger los lienzos. Y de nuevo los marinos tienen la respuesta: aceite de lino. Una vela que se moja no sirve para nada, hay que protegerla del agua.

El experimento de Giorgione, además, permitió salir de los estrechos límites físicos de la tabla como soporte para las pinturas. El desarrollo del Gran Estilo, la pincelada suelta, la construcción por masas de color y el aire –el aire que permite respirar a lo representado– no hubieran visto la luz si aquel pintor que vio arruinarse la obra que fue pasmo de su tiempo no hubiera ensayado sobre un trozo de la vela de un barco. Feliz experimento, útil para todos. Pensemos por un momento en el gamberro que se hace llamar artista y cuya obra consiste en masturbarse bajo una tarima mientras una cámara de tv retransmite la faena para los espectadores. En este caso es posible que el experimento produzca beneficios al autor, en forma física y monetaria, pero dudo que tal estupidez tenga alguna utilidad para el resto de los mortales, artistas o no.

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Por la mañana toda la capital huele a incendio y está cubierta –se ve desde lejos– de una espesa capa de humo. Arde la Sierra de Gata y pueblos tan hermosos como Acebo y Hoyos han sido evacuados. Se queman casas y alquerías, arden rebaños estabulados.

Por la tarde, la nube ha llegado a Trujillo y hay una luz irreal, diferente a la que producen las calimas saharianas que nos visitan de vez en cuando. Con el humo los lejos azulean y la consistencia es de niebla caliente.

Cuando se cierra el cielo siento angustia. Que la vista no pueda lanzarse hasta el horizonte, abarcándolo todo, me produce desazón.

En el crepúsculo estoy en la plaza del cementerio y la Torre Nueva de Santa María se dora ligeramente con la luz de un sol muy bajo. Pero es un oro enfermo, aquejado de algún mal que obliga a pensar que es falso.

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Antes estuve en Don Benito, comprando tuberías y chismes para reparar el riego en San Antonio. Me gustan mucho sus polígonos industriales, tanto como me disgusta el pueblo, machacado por la especulación y convertido en caricatura de ciudad en la que detestaría vivir. Pero qué polígonos, qué cantidad de cosas de todo tipo, tan útiles y a precio de agricultor, no de jardinero. Buscar por los polígonos de Don Benito y Villanueva de la Serena –una sola población con dos nombres– y toparse con gente que hace y tiene las cosas más extraordinarias, es un placer para mí. Corto en el tiempo, cierto, pero agradable mientras dura.

Y me gusta ir, también, por lo bellos que pueden ser los arrozales inundados, las extensiones de frutales y tomateras, pasar rozando Santa Cruz dándole vueltas a si tal ladera permitiría subir al pico. Las Vegas del Guadiana, antes Plan Badajoz, constatación viva de lo absurdo del igualitarismo: todas las familias recibieron lo mismo y en el primer quinquenio algunas ya habían comprado la parcela del vecino, incapaz de sacarle fruto. Valemos lo mismo pero no somos lo mismo.

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Los militares alemanes de carrera podían despreciar a los nazis considerándose herederos de Federico el Grande. La canalla nazi estaba para mancharse las manos, ellos para derrotar al enemigo. Tanto es así que durante la invasión de Rusia encontraron 90 niños judíos escondidos en una escuela y, como la Wehrmacht no estaba para asesinar niños, se ordenó que fueran ejecutados por los voluntarios ucranianos.