Cuerpo de pobre

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Decir que llovía en las colinas de Herefordshire puede parecer un mal comienzo aunque el agua fuera real. Asegurar que de ello hace mucho tiempo también semejaría recurso de mal escritor pero han pasado más de veinticinco años. Andaba por aquella parte de la Inglaterra profunda en busca de una mistress que, veinte años antes, tuvo relación con J.

Es muy bella la Inglaterra rural. No es la belleza que sobrecoge en el norte de la isla, en las Tierras Altas de Escocia, sino la de una dama de ojos prometedores, elegante y amable. Belleza tranquila, la más misteriosa de todas.

Paré el coche en un sendero que partía la colina. El agua y el viento agitaban un tejo, oscuro en color y grande en tamaño. Crecía al fondo de una pradera, junto a una pared de piedra, en parte arruinada. No sé calcular la edad de estos árboles de madera apretada pero, viendo el porte, altura y espesor del ramaje, debía estar ahí desde el principio del mundo.

Seguramente adorado por pueblos dendrófilos como un Dios, aunque no Dios mismo sino un eco de su presencia en todas las cosas. Me hizo pensar en la muerte, en lo bien que descansaría a sus pies, esperando la resurrección prometida.

Esta mañana, mientras algunas personas muy queridas encaran el final de sus vidas y pensando en el mío, horrorizado por la idea de morir mirando el techo de un hospital o una luz fluorescente, ha vuelto con fuerza la imagen del árbol sagrado junto al recuerdo que en algún cuaderno escribí sobre él.

La muerte, la propia, es una idea –aceptada como hecho biológico pero no como sentimiento– mientras se es joven. Queda muy lejos, salvo que haya imprevistos y estos no cuentan. Comienza a enseñarte los dientes cuando los amigos van muriendo y se hace presente en los pensamientos de cada día con la muerte de los tuyos. Ya no queda nadie que haga de trinchera entre ella y tú. Eres el siguiente.

Creías en una muerte rodeado del amor de sus seres queridos pero sabes que es retórica, que la muerte es tuya, que sólo viene a por ti y los demás se quedan. Con el dolor pero se quedan hasta la siguiente tirada de dados.

Recuerdas al pescador que encontraste por el Alto Júcar, retorciéndose de dolor, blanco como un papel. Te contó que tenía cáncer y estaba al final pero no quería morir en una cama de hospital y salía de pesca, aunque ya no pudiera lanzar el señuelo. Te dejó impresionado del modo que puede hacerlo algo así cuando tienes poco más de 30 años: compasión pero, sobre todo, literatura.

Y la mujer, también con su cáncer a cuestas, que anhelaba llegar a las Islas Horcadas, –en el Mar del Norte más allá de las Tierras Altas–, para morir junto a los megalitos de Stennes, aunque esto sucedía en una película.

Hacemos de la muerte un problema, yo mismo lo estoy haciendo ahora, pero se trata de un artificio: la sombra venenosa de un tejo azotado por viento y agua, la orilla del río con agua fresca de color entre esmeralda y turquesa, el silencio de tu biblioteca, el mar bravío o el brutal estampido del cazador. Es sólo cuestión de arrojo, de que las brumas de la desmemoria no se apoderen antes de ti para impedirlo.

Un paisaje bonito, un poco de música tranquila para acompañar el silencio poblado por ecos del campo y un dormir para no despertar.

*

–Seguramente odias a esa persona –No, sería capaz de darle un abrazo como si nunca hubiera ocurrido nada. No siempre son ciertos el valor en el soldado, la sagacidad en el cazador y el odio en la víctima. Mientras te defiendes no puede haber odio porque éste surge naturalmente de la indefensión, aliada con la envidia y yo no envidio nada de lo que tal persona tiene.

*

M. sigue perdida en la bruma del no saber aunque reconoce mi voz por teléfono y dice que me quiere. Creo que habla al niño que fui, tal vez al adolescente que la llevaba al cine sabiendo que a P. no le gustaba pasar la tarde a oscuras. Me reconoce todavía y eso ahonda la pena. Con ocho años, en mi habitación, lloraba silenciosamente con la idea de perderla, de que un día moriría y no podría abrazarla más ni sentir su olor. Y ahora anda perdida en alguna parte de la que no puedo traerla ¿Dónde estará? ¿Qué pensamientos la ocupan? Miro su foto de madre joven y bella –lo ha sido mucho– que he puesto en la mesilla de noche. Sus ojos vivos, de mirar dulce y penetrante al tiempo, capaz de calar a las personas hasta el hueso. Su jovialidad y entrega a todos nosotros sin una queja. Hace tiempo que cerró la puerta, dejando una rendija para sus hijos. Nada más parece importarle y mi corazón se va rompiendo mientras llega el día, temido, en el que no sabrá quién soy. Suspiros muertos sobre los estanques.

*

Miguelito ha llegado un poco después de la comida, calado hasta los huesos. Llueve con la rabia acostumbrada y un airón que llega de tierra portuguesa revuelve las gotas. Pedía algo de abrigo pero no quiere pasar a probarse. Se ha ido con un tabardo encerado, con forro por dentro, tan feliz como el niño que es. Dice que se va a Madroñera y la sierra, con el temporal. El barbour creo que era mío. Miguel tiene cuerpo de pobre, le vale todo y todo le cae bien.