No puedes estar allí

 

 

Llueve esta mañana y mientras tomaba un café entre dos luces la cabeza se ha ido al oscuro Shannon, de agitadas aguas. Tenía que subir en aquel barco oxidado. El tiempo acompañaba lo que había sido imaginación. Un viento de cara levantaba el agua, salpicando el parabrisas del coche.

El día anterior quise coger un ferry en la costa inglesa pero llegué tarde y el siguiente salía a las dos de la madrugada. Era un lugar en el que no había nada que ver ni pasear. Un punto de embarque en una costa anodina, lejos del pueblo más próximo. Estaba cansado. Aparqué el coche frente al mar –una ensenada con el punto de atraque–, puse la alarma del móvil, me tapé con una manta de viaje y dormí de un tirón.

El barco, que debió botarse cuando yo nací, no tenía camarotes. Una sala de fiestas sixty, ajada y pintorreada por mano torpe, no funcionaba pero era el único lugar en el que los viajeros podían acomodarse. Todos los sofás estaban ocupados por los veteranos: en ellos habían hecho cama, embozados en mantas hasta la cabeza. No había calefacción en las zonas para viajeros y la manta se quedó en el coche. Me acomodé en una butaca. Entre ella y los pasillos hice la travesía.

La llegada era un trozo de terreno asfaltado con el muelle de atraque para el barco. Recorrí kilómetros hasta que apareció un lugar abierto para tomar un desayuno. Estaba amaneciendo. No me gusta la comida grasienta para comenzar el día y menos cuando se acompaña con judías de lata y unos trozos de oscuro embutido. Fueron inflexibles, eso o nada. Ni un bollo cualquiera y un café con leche. Mi punto débil es el estómago, –lo viene siendo desde niño– y digiero muy mal la grasa. Me pone enfermo. Mi cuerpo la procesa como si fuera veneno.

Pasé cuatro días en Galway, sentado cerca de una playa y por los cafés del centro. Leía, paseaba, tomaba fotos y esperaba algún acontecimiento que me iluminara. No llegó.

Recorrí todo el país hasta Donegal y las puertas de Belfast.

En Dublin di vueltas a la farola como el carricoche del difunto, conocí su barrio eduardiano, que me gustó porque lo armonioso me gusta, y me molestó ver al escritor convertido en bronce para selfies. Estuve en el museo local para encontrar que la pintura del padre de Yeats no vale gran cosa, al menos la que tienen expuesta. Una Sagrada Familia de Murillo me alegró el día, en especial la cabeza de la Virgen, maravillosamente pintada. Es lo mejor que tienen.

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En el paisaje lo más interesante está en el lado contrario al sol, sobre todo al atardecer. Allí se encuentran los matices y sentimientos más delicados, de difícil metáfora.

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El pintor Zóbel, que era muy sabio y un profundo estudioso de la pintura, solía explicar la importancia de los etcéteras. Él lo resolvía centrándose en el lugar donde ocurren los hechos, dejando en blanco el resto.

En la pintura clásica el papel del etcétera lo cumplen las sombras. El pintor dirige la mirada del espectador hacia donde necesita y deja lo accesorio en penumbra, está pero no estorba ni distrae.

En el realismo también hay etcéteras pero, o no están resueltos, o son tediosos.

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Esta moderna manía de pintar el mar con pincel del doble cero, con foto proyectada a lo Dalí y como si, en lugar de estar vivo, fuera un fondo de teatro o una instantánea fotográfica. Son representaciones del mar sin olor, no puedes estar allí.

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Lo mejor del paisaje es que no debes dibujarlo si quieres que esté vivo. Piensa que no es una forma y carece de límites.