Mentiras y souvenirs I

Viajé a Cuba por última vez en junio pasado. Me acompañaban dos jóvenes fotógrafos y nuestro propósito -cada uno a su aire- era viajar por la isla haciendo fotos, tras dedicarle unos días a La Habana. Las fotos que aquí se muestran son mías pero, advierto al lector, no son las mejores del reportaje -que guardo para otros intereses- sino más bien descartes. No obstante, están protegidas por las habituales leyes del Copyright.

La Habana, de noche, es una ciudad muy oscura y que sobrecoge el ánimo de quien la visita desde Europa, acostumbrado a encontrar luz cada pocos pasos. Aquí la oscuridad es intensa y apenas se encuentra una bombilla. Sombras oscuras de gente bajo los soportales o unos pasos a tu espalda no ayudan a tranquilizar el ánimo. Pero no hay nada que temer: se puede ir a cualquier sitio caminando, estás en una de las ciudades más seguras del mundo. Mis acompañantes -jóvenes- pretenden irse de juerga la primera noche. Me parece bien pero mis huesos no están ya para esas movidas tras un vuelo de once horas. Nos acercamos hasta una disco -lo que aquí llaman una disco- y al rato me retiro. Caen sobre ellos -y sobre mí- una nube de mulatas dispuestas a ser invitadas. Suelen estar de acuerdo con quienes manejan el negocio. Mejor largarse.

Tal vez sea el momento de decir que la fama de las cubanas no es merecida. Hay una legión de jineteras, por supuesto, pero se trata de una minoría alimentada por turistas como mis acompañantes y yo. Gente con dinero en el bolsillo -mucho dinero para los estándares cubanos, donde un médico apenas gana treinta euros al mes y un bracero no llega a los quince- y dispuestos a soltarlo. Si se busca sexo de pago, Cuba no tiene rival por la calidad de las chicas que se ofrecen. Pero no hemos venido a eso y explico a mis jóvenes acompañantes que una muchacha cubana se irá con ellos al catre si la invitan a cenar y bailar. No son en eso diferentes de las norteamericanas.

Con todo, no se puede aplicar a los cubanos nuestros criterios sobre el sexo. Sus ideas y mentalidad acerca de este asunto son muy diferentes de la nuestras.

«Todos los cubanos son unos mentirosos» -me dijo un fotógrafo italiano. No es cierto, como ninguna de las habituales generalidades, aunque sí que hay una legión de mentirosos dispuestos a sacarte la pasta -sin violencia- con mucho ingenio. La Habana se parece a la Sevilla descrita por Cervantes en su Rinconete y Cortadillo.

En general hay que desconfiar del que se dirige a ti y dedicar la conversación a los que no parecen tener especial interés en tu persona. Como son una gente encantadora y muy amable por lo general, resulta difícil pero hay que hacer de tripas corazón.

Hay el tipo que se te acerca y te jura por sus huesos que su hijo -un bebé- necesita leche y no tiene dinero para comprarla. Mentira. El gobierno provee de leche a todos los niños y si alguno necesita una alimentación especial se hace cargo del problema. Quieren la leche -en polvo, que es más fácil de manejar- para revenderla en el mercado negro.

Está el viejo revolucionario desencantado. Resulta muy creíble porque son excelentes actores. Estuvo con Fidel en Sierra Maestra pero ahora se muere de hambre y jura que esto hace mucho que ya no es la Revolución por la que peleó. Sólo quiere unos pesos convertibles (pesos de turista, cuyo valor en pesos nacionales es muy alto). Si caes y le das cuatro o cinco pesos tendrá para pagarse unas juerguecitas con los amigos o, en el mejor caso, comprarse algunos extras.

Tal vez te aborde el que necesita salir de la isla como sea pues es un perseguido político. Tampoco es verdad pues quienes lo son andan en presidio, hace tiempo que se largaron o no abordan a nadie por la calle proclamando su condición de disidentes.

La anciana española (sic) que se quedó allí pero quiere regresar a morir en la patria. Ni caso. Tampoco el que comienza regalándote un puñado de puros (siempre dicen: Cohibas) debe merecer tu atención. Guárdate los puros, sigue andando sin hacer caso y verás lo que ocurre. Parecido el que te regala un peso con la efigie del Che. Le has caído tan bien y él es tan buen revolucionario que no podría vivir si no te llevaras a España ese recuerdo. Puedes hacer varias cosas pero la más práctica suele ser embolsarte la moneda, darle las gracias y seguir andando. Te reclamará algunos pesos a cambio pero dile que sales a la calle sin nada en los bolsillos. No se ofenderá ni armará jaleo alguno y te dejará tranquilo.

Con todo, alguno conseguirá «clavártela». A mí me lo hicieron muy bien esta vez. Paseaba tomando fotos cuando me abordó un negrón bien vestido que, como si me conociera de toda la vida, me lanzó un «¡Hombre! ¿Qué hace por aquí?». Amablemente pero con firmeza contesté que dando un paseo y haciendo fotos. «Le acompaño un rato, si no le importa». Claro que me importa, cuando hago fotos me gusta ir solo. Con gesto arrepentido pidió disculpas y lanzó la frase talismán: «Hasta mañana en el hotel». ¿Quién es usted? «¿No me conoce? Soy quien le sirve el café cada mañana en el desayuno». Hombre, disculpe, no le había reconocido (se parecen todos y hay tantos camareros, cambian tanto, que no te quedas con todas las caras). «No pasa nada». «¿Va en esa dirección?». Sí, pero ya le digo que no me gusta que nadie me acompañe cuando estoy tomando fotos. «Bueno, lo entiendo, pero podría invitarse ahí mismo -señalando un bar- a una cerveza». Eso está hecho. Entramos en el bar y pide un mojito. Leche, eso ya no es una cerveza; pero ojo, la clase operaia va in paradiso y total qué mas da.

Al poco, mientras yo también consumo, viene lo inevitable: «¡Vaya mulata!». Estoy de espaldas a la puerta y no he visto. «Ahora mismo se la presento, es una amiga que baila en el Tropicana». Sale disparado y se presenta con una de esas chicas que cortan el trago. Ya está todo claro. ¿En qué hotel me alojo? -pregunto. No se inmuta y responde con desparpajo, echándole cara: «En el Meliá». No, mi amigo; disfruta del mojito e invita a la mulata. Te lo has hecho muy bien.

Los dos jóvenes se han hecho amigos de un cantante, de apellido Valoy. Después de cenar salimos cada noche a dar una vuelta y tomamos algunas bebidas en el café-cantante donde actúa este hombre. Es ocurrente y pregunta a mis compañeros: «¿Ya probaron el petróleo? ¿Les gustó?». Al principio no caen pero uno de ellos, que hace fotos en blanco y negro, termina por entender y contesta: «Sí, lo probamos todo. Del blanco al negro y viceversa». «Bueno, ahora ya pueden decir que son petroleros». Al fondo del café se cimbrea una mulata mientras intenta enseñar algo que para ella es natural y para su acompañante -una mujer europea de aspecto nórdico- absolutamente imposible: mover trasero y hombros de modo dislocado. La espalda recta de la mujer rubia no lo consiente. Y tampoco la censura corporal heredada. Sí, el demonio de la carne vive en Cuba.

Los habaneros salen cada día a resolver que es como llaman a apañar algunos pesos para los gastos extra. Puede ser resolver con los turistas o en el trabajo. Vale todo y se hace la vista gorda. Si trabajan en un hospital y ese día entran diez cajas de manzanas, cinco irán a los enfermos y las otras cinco se venderán en el mercado negro. Todos están en el ajo y el dinero se distribuirá jerárquicamente. Si son sacos de cemento ocurrirá lo mismo y después las fachadas se caerán a pedazos. No hay responsables salvo que haya una muerte y Juventud Revolucionaria monte alguna tangana porque el muerto sea familia de vaya usted a saber quién. «No pasa nada, esto es Cuba» -me dice un paisano que pilota una carreta en la única autovía del país mientras me indica que puedo cambiar de sentido allí mismo porque he equivocado la ruta.