Palizas de Nochevieja

Tres muchachos regresan a casa con sus chicas. Se están despidiendo junto a un «Café y Té» que todavía está cerrado. Son las siete de la mañana. Uno de ellos, Juan, tiene cogida por la cintura a una de las chicas y le está diciendo ternezas. Pasa un grupo de ocho o nueve pichas tristes, van solos, no han ligado y, seguramente, andan muy cargados de sustancias químicas. Sin mediar mirada ni palabra, como una manada de licaones hambrientos, atacan al primer grupo. De los tres chicos, dos son más bien menudos y caen al suelo en la primera embestida. El tercero, alto y muy fuerte, planta cara sin entender lo que está ocurriendo. Las muchachas corren y se ponen a salvo. Juan se protege las espaldas contra una pared y es atacado por la mayor parte de la manada, siguiendo la ley Clint Eastwood: mata primero al más fuerte. Se protege con los brazos, reparte cuanto puede y llega a ver alguna boca sangrante. Ve venir a uno de los lobos rabiosos, que ha cogido carrerilla, dispuesto a incrustarle las costillas en los pulmones y detiene la patada con el brazo izquierdo. Le han roto el epicóndilo pero aún no lo sabe. No consiguen tirarle al suelo y patearlo, como han hecho con los otros dos; tampoco le tocan la cara y los que se acercan demasiado salen malparados.
Finalmente, alguien llama a la policía y la manada huye ante el sonido de la sirena. Todos menos uno, que tiene la mandíbula rota.

No supe nada hasta ayer por la mañana, Juan daba por hecho que el brazo debía dolerle y estaba tomando ibuprofeno. Su chica, que estudia medicina, advirtió que algo no iba bien y Juan se decidió a llamar a casa. Lo habitual: vete a urgencias y me llamas después. Escayola, dos meses sin conducir y la incredulidad ante un ataque tan innoble. Bueno, me digo, no le han metido un navajazo y dos meses pasan pronto. Cuestión de molestarse cada día en llevarle y traerle de la facultad, que está a veinte minutos.

Tiene su coche en Salamanca pero hay que ir a buscarle. Lo hacemos su hermano mayor y yo. La siguiente sorpresa viene cuando vemos que el coche de Juan, aparcado muy lejos de donde tuvo lugar el ataque tiene la ventana del conductor rota. Es evidente que ha sido de una patada. Sólo su coche, ninguno más. No han robado nada, ni intentado hacer un puente, sólo la ventana rota.
Limpiamos de cristales el asiento y el hermano mayor decide conducir a pesar del fuerte frío. Menos mal que no llueve. El lleva una North Face pero le digo que se ponga mi husky encima, una de esas prendas con forro polar por dentro y gore-tex por fuera. Abriga mucho. Decidimos cambiarnos de coche en cada tramo (lo decido yo porque el chico no quiere). Hay que pasar por Béjar y hay nieve. Francisco no para, ha decidido que no. Juan va a mi lado, dolorido y sin comprender. Sabe que no pueden ligarse ambas cosas, ataque y rotura de ventana, que es una maldita casualidad; no conocía, ni de vista, a ninguno de los atacantes; es probable que no fueran de Salamanca sino de alguno de los pueblos próximos. Una manada sin éxito con las hembras, un macho alfa vengativo, unos chicos bellamente acompañados, uno que abraza a su chica. Sí, unas pichas tristes. Amanece y la posibilidad se esfuma, sólo queda la violencia.