Trigal con nieve

 La inteligencia es un don precioso y más raro de lo que se piensa. Cuando es una mujer su poseedora a mí me embarga una doble emoción, no porque piense que en ellas es más rara sino porque se unen, además, esos misteriosos signos de lo femenino, esa acuidad que es mayor en las hembras de los mamíferos. Quienes hemos sido cazadores sabemos que todo gran perro es perra.

Me voy derecho al cenagal. Parón en seco y marcha atrás. Lo que quiero decir es que ayer estuvo en casa una mujer muy inteligente a la que no diré que conozco desde niña pero poco le falta. Su padre y yo fuimos grandes amigos en el pasado y lo digo así porque las vidas no siempre mantienen el paralaje o convergen. Los amigos también se alejan sin que haya que enfadarse; por circunstancias, por decisiones vitales que no compartimos, qué más da. Ya nos vemos poco pero nos mantenemos el afecto, un afecto que es rescoldo de la buena fogata que fue.

No veía a Ángela desde muchos años atrás. Terminaba su carrera y comenzaba a atisbar el mundo del trabajo. Ahora tiene dos niños y un compañero, es profesora en cierta universidad y no sólo mantiene intactas aquellas cualidades intelectuales que me hacían apreciarla sino que las ha engrandecido. No es fácil preservar nuestros dones de juventud, de hecho es muy fácil que terminen en el camión de la basura, junto a las ilusiones y ese leve desenfoque que nos hace confundir realidad y deseo, idea y materia.

En algún momento terminamos hablando del diarista X, algo que iba de suyo pues la chica lo conoce desde el principio y ha estado atenta a lo que otro X escribía en un periódico. Recuerda suficientes cosas como para que Atrapa escribiese unas cuantas páginas. Algunas estaban dormidas, como la de aquella belleza juvenil e inmarcesible a la que X terminaba por hacer decir, entre risotadas:

-Madre, ¿ande tié usté la bolla? -referido a una modalidad local de pan.

Uno, que ha tratado a lo largo de su vida a tres duques y una princesa -todos de verdad, de los de guisante bajo siete colchones- jamás ha escuchado trato semejante a alguien de una clase inferior, sólo que no hay peor cuña que la de la misma madera.

Los años también traen alegrías como ésta, el reencuentro con personas a las que estimas mucho y por las que mantienes un gran afecto. Compensan por miles de sinsabores.

Ivan Shishkin (1832-1898), Centeno (1878)