De un torrente

 

 

Hoy, día de mi 69 aniversario, en Trujillo. Nací en Granada en 1950, hijo de padres provenientes de familias de clase media y media-alta venidas a menos. Un abuelo ganadero muerto prematuramente y una abuela que no supo, o pudo, mantener la economía familiar. El otro abuelo estuvo en las filas republicanas y hay poco que añadir. Mi infancia y primera adolescencia pasadas en el País Vasco. A los 17 traslado a Madrid para entrar en la Escuela. En el curso inicial conozco al primer, y único, gran amor de mi vida, madre de mis tres hijos, con la que me voy adentrando en la vejez. En el camino pocos aciertos y muchas tonterías.

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En el piso que habitaba en Madrid, esquina a Gran Vía, miraba una tarde –todavía tratable– el poeta LMP mi colección de discos, mayormente de música clásica. Al fondo comenzaron a aparecer los de blues, jazz y rock. El poeta soltó una risotada de las suyas y dijo: ‘¡El inconsciente!’. Todo lo psicoanalizaba por entonces, sin saber que un día sería él mismo carne de frenopático.

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Johannes Torrentius, pintor barroco holandés, tiene una novela. Fue acusado de brujería por otros colegas pues no entendían su modo de pintar. En la escasa obra que se ha conservado (a ver quién compraba un cuadro que podía acarrear desgracias) no se aprecian las habituales pinceladas –ni siquiera sutiles– y tampoco los bordes de las gradaciones tonales.

Otros pintores, seguramente celosos, extendieron la idea de que aquel pintor saturniano, que trabajaba en un desván de escasa luz y no se relacionaba con otros pintores, sólo podía pintar ayudándose de técnicas inexplicables y, por ello, maléficas.

Su obra actualmente más celebrada –en el Rijksmuseum– es un aparente bodegón con dos jarras, un vaso, una partitura legible y un extraño elemento detrás. Todo significa. El lenguaje realista puede ocultar, como sucede en tantos pintores –incluyendo nuestro Velázquez–, la fábula: es un emblema sofisticado que alaba la Templanza. El cuadro se encontró sirviendo, paradójicamente, de tapa a un tonel de vino pues se trata de un lienzo encolado a tabla, en tondo (ilustra esta entrada).

He leído unas cuantas notas técnicas escritas por los químicos y restauradores que se las han visto con su obra. No dan palo que acierten, llegan a hablar de azúcar y pectina (la gelatina que contienen las frutas en mayor o menor medida). De momento, velemos esa parte para quedarnos con esta: ¿no saben que un recurso viejo es trabajar con capas finas, pinceles de pelo muy suave (marta cibelina, por ejemplo) y un cuidadoso lijado y pulido de la superficie –antes de aplicar la siguiente capa– con piedra pómez, el apomazado de todos los ebanistas y lacadores hasta que apareció la ebanistería industrial? Si añadimos el uso indudable de la cámara oscura me parece que el misterio y brujería quedan bien explicados. Pobre pintor.

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No somos esclavos de los colores sino que son ellos siervos nuestros. El pintor que se somete a su tiranía acaba haciendo pintura decorativa y banal, sólo apta para decorar despachos bancarios o instituciones políticas.

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Se dice que todos los niños son artistas y no hay nada tan falso. El arte precisa de normas como todo lenguaje. Los niños están todos locos y, como los locos adultos, borran con el exceso de expresión cualquier atisbo de arte.

El pintor adulto, para no resultar vacuo y asfixiado por la norma, necesita sin embargo anularse como tal para permitir que el niño pinte a través de su mano y conocimientos.

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Lo más aburrido en pintura es lo extravagante, anómalo o monstruoso. Pasada la sorpresa que cualquier cosa rara provoca es imposible convivir con esas imágenes, en la pared o en la mente.

De lo habitual, del misterio de las cosas sencillas, no me canso jamás. Antes el rincón de un campo cualquiera que lo pintoresco, antes la rosa de mi jardín que la del botánico, antes la ola mansa que el naufragio tempestuoso.

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Parafraseando a Emerson: Mi muerte no me preocupa, puedo vivir sin ella.

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Para que se produzca la hierofanía debemos estar solos. No hay otro modo actualmente.

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Los golfos siempre terminan por encontrarse aunque se trate de un aristócrata y un pintor trilero.

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La democracia la ponen en marcha hombres compasivos, la corrompen los inútiles y la liquidan los malvados.

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Es muy triste que a un autor lo sigan felicitando por un libro publicado hace más de treinta años. Si lo hace un solo lector es un despistado pero cuando son muchos –o todos– le están diciendo que no ha vuelto a escribir nada que valga la pena recordar.

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El jazz suena por momentos a música de ascensor. De ahí probablemente la obsesión de los modernos por hacerlo raro, escapando de las jerarquías tonales.

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La música clásica me provoca tristeza a esta edad porque me trae recuerdos de los que ya no están –muchos– y me hace pensar en la inutilidad de los esfuerzos juveniles, los disparates de la edad madura y la melancolía de esta parte de la vida. Mientras pinto sólo pongo obras de piano, el más dulce para el espíritu de los instrumentos. Cierto que puede traer asperezas y notas muy negras pero suele acabar con un ‘no te abatas demasiado, es sólo un juego’.

 

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