Paisaje y habitaciones

 

 

El pintor de paisaje del siglo XIX, antes del lío impresionista, procedía de la siguiente manera: sacaba del natural apuntes y bosquejos iniciales que le permitían analizar el color y la composición. En esta etapa no solía atender a detalles, que le estorbaban e impedían trabajar ‘con la luz’, antes de que esta pasara. El detalle de las formas presentes en el tema (árboles, pedazos de tierra, caminos, rocas y peñas, matas, matones y cualquier otra cosa que quisiera incorporar) se estudiaba mejor en dibujos, a la tinta o lápiz. Todo ese material era información y un ojo muy entrenado en la retentiva (asunto muy importante que desapareció de la enseñanza de las Bellas Artes con el resto de disciplinas figurativas) podía unirlo en un conjunto armonioso y verosímil. Esta parte del trabajo se hacía en la tranquilidad del estudio, sin el problema añadido de la fugacidad de la luz que modela y cambia las formas.

Con la extensión de la fotografía bastantes paisajistas la incorporaron a su sistema de trabajo. Por citar dos pintores españoles: Sánchez Perrier la utilizaba como parte fundamental de su toma de información y Sorolla –que comenzó trabajando de retocador en el estudio de un fotógrafo– solía contratar los servicios de alguno de ellos para que tomase las imágenes que le interesaban. Puede decirse que una gran parte de las pinturas para la Hispanic Society se hizo de ese modo: el pintor tomaba apuntes al óleo, hacía dibujos y, además, disponía de fotografías de los personajes, animales y arquitecturas que en ellas aparecen. Por cierto que, habiendo trabajado en el estudio fotográfico de quien terminaría siendo su protector y suegro, amén de la cantidad de material fotográfico que debió manejar, no se entiende –aunque destruyese la mayor parte– que no se haya dado luz a esta parte de su actividad. Habrá quienes piensen que tal material no debe ‘empañar’ la figura del gran pintor pero están en un error: pienso, con C., que las ‘hechuras’ del pintor iluminan de un modo muy preciso su modo de concebir la pintura. La labor del sastre no es sólo ofrecer un buen paño, importa mucho cómo hace el traje.

Cuando llegan los hiper realistas –que son ‘arte moderno’– el pintor ya no mira la realidad sino la fotografía de la realidad. Para Estes la realidad es una fotografía. Como se ve hay una intención conceptual que está más cerca de Dadá –por decir algo– que de la pintura realista.

El problema de utilizar la fotografía como medio de información para la pintura es que, al final de todo, habla a través del pintor. Éste no ha mirado el mundo sino su traducción y, por ello, traduce doblemente. No es que deba ser tabú y no pueda utilizarse. Hay circunstancias en las que el pintor realista no tiene más recurso que echar mano de ella, especialmente si practica un realismo exacerbado: es imposible pintar de cabo a rabo uno de esos cuadros ante el natural –me refiero a paisajes– sin padecer toda suerte de calamidades. La ventaja de aquellos realistas que comienzan pintando del natural, aunque terminen en el estudio ayudándose de fotos, es que el trabajo de análisis ya está hecho y la fotografía sirve sólo para no olvidar detalles, generalmente dibujísticos, es decir, formales.

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No debería confundirse al pintor que bosqueja la realidad analizándola para otros objetivos con aquel que, miedosamente, va al paisaje para sentirse a gusto mientras pinta cosas que tiene en la cabeza y no están en su mirada. Cézanne es un buen ejemplo de esa actitud: le gusta pintar en el campo pero daría exactamente igual que lo hiciera en el estudio: nada de lo que pone sobre el lienzo tiene que ver con el mundo real. Hablando con rigor es un paisajista abstracto, en su sentido más simple.

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El buen orden en la pintura de paisaje es: primero las grandes masas de color-valor (rápido, con grandes pinceles o brochas, materia generosa y fluida), sin entrar en detalles. Generalmente es el cielo el que nos da la clave tonal de la escena y conviene meterlo al mismo tiempo que el resto. La paleta de paisaje debe ser sencilla: los tres primarios y unos grises pre-mezclados en el estudio –cada pintor los suyos– que siguen siendo círculos de primarios en tonos claros, medios y oscuros. Siendo hábil en escoger bien esos tonos se puede ir muy deprisa ante el natural. Tales tonos, –que llamo ‘grises’ para abreviar, pues todo color que no es primario es un ‘gris’, pero que distan mucho de ser lo que por tal se considera coloquialmente–, no consisten en mezclas con blanco y negro de los primarios básicos.

Conviene que esa primera metida de colores sea fuerte de materia pero lo más magra posible. Eso no significa ‘aguar’ el color con disolventes aromáticos, que lo perjudican. Estudia a los clásicos, habla con los restauradores competentes y te situarás en el camino correcto. No utilizo el aguarrás para nada, en su lugar prefiero la esencia de petróleo doblemente rectificada (o white spirit) desaromatizada. Pero sólo la tengo a mano para mantener limpios los pinceles. Nada más. A pesar de que utilizo papel de cocina abundantemente para secarlos tras el white spirit, algo pasará al lienzo pero en cantidades tan insignificantes que no aportan ni restan. Utilizar resinas, naturales o sintéticas, mezcladas con la pintura no es buena idea. Las resinas, elemento constituyente fundamental de los barnices, no se utilizan para pintar sino para proteger el cuadro de los agentes externos. Si utilizas barnices mezclados con aceite para que tu pincel se deslice mejor estás firmando un plazo de caducidad para tu obra: los barnices son altamente solubles en los agentes de limpieza que utilizan los restauradores y todos amarillean y alteran la pintura, volviéndola quebradiza e inestable.

Hay una fantasía extendida por Doerner y otros autores acerca del uso por los clásicos de supuestos ‘colores resinosos al óleo’. Es un error colosal que la ciencia ha rechazado de plano. Tira todo eso a la basura.

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Mis cuadros necesitan mucha luz. Salvo los bosquejos hechos de primera intención su estructura interior alterna capas opacas y transparentes. Para que la luz penetre y retorne ha de ser potente. La fotografía no les hace justicia por la misma razón. La pintura alla prima, sin veladuras, reproduce mejor y puede verse con luz más débil.

Usar bien las veladuras forma parte del oficio de pintor. Imaginemos un azul vivo, un paño de ese tono que se da en llamar ‘azul Purísima’ y que, en origen, tiene su base en el azul de lapislázuli. Un pintor alla prima tomará el azul disponible en su paleta y por medio de ajustes con otros colores establecerá el tono que quiere llevar al lienzo. Lo meterá a plena pasta, con la materia definitiva, y terminará modulando con otros colores más claros –para las luces– y más oscuros para las sombras.

Pero, ¿qué ocurre si construimos la forma de ese paño azul con una grisalla de blanco y negro, la dejamos secar a fondo y aplicamos después veladuras de azul transparente que dejen ver –en todo o en parte– la forma subyacente? ¿Y si dicha grisalla es gris cálido en lugar de frío?

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Cuando estás pintando siempre hablas mentalmente con alguien. Habitualmente con otro pintor –un maestro, un admirado– o con el amigo imaginario que va contigo. En realidad pintas para ese, que es el Otro en la jerga psicoanalítica, al que los antiguos llamaban ‘musa’. Es decir, tú mismo. El hilo conductor con el Misterio existe pero no se debe verbalizar.

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Murillo visitó a Velázquez en Madrid cuando el gran genio ya era un pintor completamente reconocido. Cabe suponer que el joven pintor y paisano recibiera consejo y formación. Los cuadros del pintor religioso así lo dicen.

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La habitación del hombre es una infelicidad llevadera en la que, de tarde en tarde, aparecen alegrías y pesadumbres.

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En el pasado remoto sacerdotes y artistas eran lo mismo. En el sentido de vínculo –religatio–con el espíritu de seres y cosas. En el neolítico los artistas se especializaron, hicieron de ello oficio, y la religión quedó en manos de los sacerdotes.

En mi juventud conocí a tipos que iban de artista y que, no pudiendo usar báculo, tiara y decir misa, se rodeaban de fieles y vestían de modo que, inequívocamente, pudiera verse de lejos que estaban en otra jerarquía, con las antenas apuntando a los dioses.

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Si la frugalidad posee una elegancia inherente, a partir de una edad deberíamos eclipsarnos de la vida social. Posiblemente no hay figura más molesta que la del abuelo Cebolleta contando batallitas.

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En el internado los prefectos de disciplina distinguían con oído experto entre ruidos necesarios e innecesarios. La mejor forma de no tener jaleo era producir sólo los primeros. De tal manera marcó mi vida que me resultan insufribles los segundos.

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Si les digo que hay una asociación que se llama ‘Locos por la mosca ahogada’ pueden pensar que la componen personas perjudicadas por algún tipo de enfermedad rara transmitida por las moscas o de una sociedad con oscuros fines, entre ellos el asesinato.

Pues no, se trata de pescadores de truchas que utilizan un tradicional señuelo que ya describe cierto autor griego y que consiste en recorrer las rápidas corrientes con anzuelos sobre los que se han fijado por medio de hilo de seda algunos elementos (fibras de pluma de gallo y otras aves) como para que el salmónido se confunda y muerda el engaño. Nada más inocente.

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No teniendo alegría / hace flores de sus penas. (El poeta se refiere al árbol llamado mimosa)

 

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Sánchez Perrier. Casas junto al río.