Un ateo feliz (I)

Faltaban pocos días para que Stendhal cumpliera veintiocho años; o más bien, para que los cumpliera Henri Beyle, que todavía no había adoptado Stendhal como nom de plume. Beyle/Stendhal no creía en Dios y fingía una ignorancia lógica de su existencia: «A la espera de que Dios se manifieste, creo que su primer ministro, Azar, gobierna igual de bien este triste mundo». Continuaba: «Creo que soy un hombre honesto y que sería imposible ser de otra manera, no por complacer a un Ser Supremo que no existe, sino por complacerme a mí mismo, que necesito vivir en paz con mis costumbres y prejuicios y dar un sentido a mi vida y nutrición a mis pensamientos.»

En 1811 Beyle era el autor empobrecido de biografías musicales plagiarias, y había empezado una historia de la pintura italiana que nunca terminaría. Viajó por primera vez a Italia a los diecisiete años, en un carro de equipajes del ejército napoleónico. Cuando los simpatizantes llegaron a Ivrea, Beyle fue a buscar la ópera de la ciudad. Encontró un teatro de tres al cuarto, con una compañía de mala muerte que interpretaba Il matrimonio segreto de Cimarosa, pero le pareció una revelación: «un bonheur divin«, informó a su hermana. A partir de entonces se volvió un profundo y tembloroso admirador de Italia, sensible a todos sus aspectos: en una ocasión, al regresar a Milán al cabo de muchos años, escribió que «el olor tan particular de las boñigas de caballo» le conmovió hasta las lágrimas.
Y ahora llega a Florencia por primera vez. Procede de Bolonia: el carruaje cruza los Apeninos y comienza el descenso hacia la ciudad. «El corazón me brincaba como un loco. ¡Qué emoción más absolutamente infantil!» Cuando la carretera gira, se avista la catedral, con la famosa cúpula de Brunelleschi. En la entrada de la ciudad, abandona el carruaje -y su equipaje- para entrar en Florencia a pie, como un peregrino. Llega a la iglesia de Santa Croce. Allí están las tumbas de Miguel Ángel y Galileo; cerca está el busto de Alfieri esculpido por Canova. Piensa en otros grandes toscanos: Dante, Bocaccio, Petrarca. «La marea de emoción que me abrumaba fluía tan adentro que apenas se distinguía de la veneración religiosa.» pide a un fraile que le abra la capilla Niccolini y que le deje ver los frescos. Se sienta «en el travesaño de un reclinatorio, con la cabeza apoyada en el respaldo, para que mi mirada se demorase en el techo». La ciudad y la proximidad de sus ilustres hijos han puesto ya a Beyle casi en un estado de rapto. Ahora está «absorto en la contemplación de sublime belleza«; alcanza «el grado supremo de sensibilidad en que las divinas sugerencias del arte se mezclan con la apasionada sensualidad de la emoción». Las cursivas son suyas.