Por vanidad

El padre enseña al niño a jugar al ajedrez. Ya le ha explicado los movimientos, el valor relativo de las figuras y algunas aperturas sencillas. El niño pierde una y otra vez hasta que rompe a llorar.

-No debes llorar -dice el padre: tienes que aprender a perder.
-Yo lo que quiero es aprender a ganar -contesta entre pucheros.
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Estos días murió Joe Frazier, un gran boxeador, de los que hicieron historia. Tuvo la desgracia de encontrarse con Foreman y Clay. Al segundo le ganó pero su esquina tiró la toalla dando la victoria a Clay. Nunca se recuperó de lo que consideró una traición. Ha muerto pobre como las ratas, mantenido apenas por su antiguo pupilo -y vengador- Larry Holmes. Norman Mailer dijo de él, y es un retrato muy exacto: «Frazier es dos veces más negro que Clay y la mitad de guapo, con la cara tosca y sufrida de un hombre decente que ha trabajado toda su vida en una cantera.»
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Cuando un hombre está solo puede hacer con su vida -y con su muerte- aquello que le parezca. Si está rodeado de familia y cariño no tiene más remedio que aguantar y dar ejemplo.
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Su alma está muy herida y trata de consolarse dando zarpazos.
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«Contra la sombra, la vida» es algo escuchado por mí sin saber dónde. Parece que la vida fuera antídoto de todo lo que nos aflige, como el aire de montaña para los tuberculosos. Normalmente, eso que llaman «vida» suele consistir en alcohol y risas, un rato de engaño hasta que la sombra nos traga de nuevo.
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No tenemos obligación de ofrecer nada a los demás más allá de un comportarse civilizadamente, de acuerdo a las normas establecidas para la convivencia. Nuestros saberes o nuestras ignorancias nos pertenecen y no habría obligación de ponerlas a mano. Hace muchos años, un amigo con buena intención, me dijo muy serio: «Tienes la obligación moral de enseñar eso». La respuesta fue una carcajada que -eso me apena-, probablemente no entendió.
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¿A quién debemos nada aparte de a los propios que nos hayan podido ayudar? ¿Qué especie de deuda metafísica es esa que obliga al artista o al creador a no hacer con lo suyo aquello que le parezca, incluso quemarlo para siempre?
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Se escribe, se pinta, se compone por vanidad, por una necesidad infantil de reconocimiento, una cuestión impropia de personas maduras. También por dinero, básicamente por dinero, para hacer la vida, eso que cuesta tan caro cuando uno se aparta de lo esencial.
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Leído en la presentación de un artista rompedor: «Yo trabajo más allá de los límites del arte». Y se queda tranquilo, como si trabajar más allá de los límites pudiera hacerse pues, más allá de las columnas que marcan el territorio, sólo hay monstruos y habita la locura. Por supuesto, él no está loco; tiene un agente y cobra un huevo por esas expediciones al más allá. Un tipo que ha entendido perfectamente la estupidez contemporánea.