Dolorido sentir

 

Al bajar del coche en Salamanca parece que alguien se hubiera dejado abierta la puerta del horno. Voy al río, buscando unas mesas que suele poner el Casino sobre una pasarela cerca de la corriente. Hoy la chicharrera es tal que las mesas están a pleno sol y la cafetería no abrirá hasta las ocho de la tarde. Una de esas faenas que nos juega el que nos quieran hacer alemanes a la fuerza. A quién se le ocurre andar en España a las tres de la tarde solares buscando el fresco.

Termino en el hotel San Polo, donde tampoco hace fresco pero hay sombra en el patio que lo fue de casa antigua y antes iglesia románica extramuros. Dentro, en el aire acondicionado, una partida de cartas animada y ni un alma más. El camarero, un hombre mayor y de esos que ya se han funcionarizado porque llevan toda la vida en el negocio, atiende con desgana la comanda: ¿Tiene un helado y un té verde muy frío?

La cara y el gesto son de espanto, de haberle pedido algo imposible, tal una iguana asada. Aquí tenemos cosas normales -me dice muy alterado, seguramente por tener que abandonar unos minutos la partida. Refrescos embotellados, café y habituales, No permita Dios que vendamos helados -parece querer añadir.

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Qué áspero país, tan sólo suavizado por los nombres de vidas antiguas y sombrías de los pueblos del cereal. Nombres duros y a menudo malsonantes. Recuerdo a aquel arquitecto al que visité en Dueñas hace muchos años. Se le caía la iglesia y la ayuda no llegaba. Finalmente se cayó. Lo encontré abatido, sabiendo que el desastre había ocurrido por ineficacia de los servicios administrativos. Sólo le vi esa vez porque al poco dejó el trabajo y su nombre se perdió para mí. Un hombre de dolorido sentir. No le habrá ido bien.

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Más pruebas para corroborar o desmentir otras. Pamplona es una ciudad que se acaba enseguida. Una de esas ciudades con nivel de vida alto pero con muy poco que ofrecer al visitante, salvo comer y beber bien. Para qué alejarte de los alrededores de la clínica si ya conoces la ciudad y sabes lo que hay. Pegarle fuego a Hemmingway es una tentación siempre presente pero suelen ser de bronce las esculturas. Tal vez sería mejor hacerle otra en mi pueblo y decir que también vino a ver las vaquillas, sentado -o mejor- semitumbado en la barra- del viejo café La Victoria. Estuvo en tantos sitios el borrachín que uno más no tendría importancia. Hasta se podría inventar que vino llamado por W. Eugene Smith -Don Eugenio el Americano- para descansar de tantas aventuras. Qué sé yo, estas cosas empiezan a lo tonto y terminan dando dinero.