Enigmas de Velázquez

 

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Ando copiando la versión inicial del retrato del Papa Inocencio. De foto, claro, porque el original está al otro lado del océano. Y muy difícil porque en el estilo maduro de Velázquez tres cuartas partes del trabajo es caligrafía personal y eso es incopiable. Antes de seguir: una copia no es el juego de los siete errores. Las copias son para interiorizar algo, para aprender o por admiración. O todo ello junto.

No me lleva mucho, ayer la dibujé e hice el esbozo y hoy la he encarnado. Cuando esté muy seca, acabarla. Pero Velázquez no hizo así el retrato sino alla prima, es decir, de un tirón y deprisa. La razón es evidente: ningún poderoso concedía a un retratista más allá de un par de horas o tres para posar; digamos que una mañana en el mejor de los casos. El maestro hacía la cabeza (el retrato propiamente), tal vez las manos si iban a figurar en el cuadro final y poco más. Había quienes preferían el dibujo para esto pero Velázquez, por la influencia de Rubens y los venecianos, prefería atacar directamente al óleo.

Nada tan equivocado como imaginar al gran pintor con el Papa delante durante días y días, hasta completar el último de los pliegues del vestido. No lo hacía así. Como he dicho, él hacía la cabeza y se llevaba prestados los vestidos, que eran montados en un maniquí (Velázquez tenía dos en el estudio cuando murió, según el inventario de su yerno y discípulo Del Mazo). Se hacía el calco de la cabeza, se pintaban los vestidos y otros detalles y se completaba el retrato. La magia del gran maestro consistía, precisamente, en que aceptemos que el cuadro es una tranche de vie, algo visto y pintado. En otras palabras: el pintor desaparece y el espectador ocupa su lugar.

Es posible que el retrato grande del Papa Inocencio que se encuentra en la Doria-Pamphili (y tan difícil de ver pues, si no han cambiado de costumbres, sólo abren un día al mes) sea entero de la mano de Velázquez pero lo que sí es seguro de su mano es este pequeño cuadro. No se trata de un recorte pues el ojo dominante está colocado en la intersección de las dos líneas maestras de fuerza, es decir: en el lugar compositivo privilegiado, aquel al que nuestros ojos se dirigen de inmediato como si fueran la flecha que apunta al círculo central de la diana.

Metiendo lupa al retrato se ve que es de mano maestra y no sólo por el parecido –que debe ser tan brutal como el retrato mismo– sino por esa caligrafía que mencionaba al principio: la peculiar manera de pintar velazqueña en la que no hay recurso que no utilice, en un repertorio que suspende el ánimo pues no deja nada para el futuro: ahí está todo lo que un pintor realista (en el sentido de que representa cosas reales con apariencia real) puede hacer con pintura y pincel.

No hay pintor más verdadero que Velázquez ante lo real y, al mismo tiempo, más tramposo en sus intenciones: nos pinta un rey a caballo y nos está hablando del Buen Gobierno, se autorretrata con unas meninas y criados en lo que parece una escena ocasional pero se trata de una alegoría en la que él se incluye como parte sin la que no habría cuadro. Comenzó por el realismo seco y terminó siendo un inmenso fabulador. No al modo de Rubens sino de otro modo bastante más sutil y ambiguo, uno en el que el espectador duda si lo que tiene delante pintado no es la realidad misma, el instante congelado, el momento decisivo que diría un fotógrafo. Y no, es la reunión genial de fragmentos dispersos, escogidos, vueltos a juntar, ensamblados en una geometría que pasa por Paccioli y Fibonacci pero cuyo origen hay que buscar muchos siglos atrás, cuando algunos hombres creyeron haber hallado el secreto de la Creación, el nombre mismo de Dios, en el orden oculto que gobierna la vida y las cosas.

¿Por qué no se han encontrado más dibujos de Velázquez? Porque dibujaba con el pincel en el lienzo, porque atacaba directamente el bulto, la forma, anotando muy deprisa lo esencial. Ese primer estudio, esa cabeza, pasaría después al taller y los discípulos completarían las partes que aburren al maestro, la mecánica del pintar, lo que se repite, el detalle. A menudo se hacían varias pinturas sobre el mismo tema y no es difícil ver dónde corrigió Velázquez o pintó –tal vez porque ese día tenía ganas o nada mejor que hacer– un trozo entero. Hay que saber buscarlo porque no está en todas partes.

Por último, no se han conservado demasiadas cabezas pintadas así, del tirón, por el pintor de pintores. Hay que tener en cuenta que no eran tanto una obra de arte como una pieza del taller, algo que servía para poner en marcha la máquina: calcada, medida, compaseada, pinchada… una pieza sin importancia pues lo que valía dinero no era la primera sesión sino el cuadro completo y terminado. Así que, para contradecir la opinión generalizada, estoy seguro de que esta cabeza es más de Velázquez que el de la Doria-Pamphili, aunque su mano está en el cuadro grande por todas partes.