Patitas de musgo

 

sep71420

 

Por uno de esos azares de la vida, que unas veces son felices y otras lamentables, no pude cenar una noche con John LeCarré. La explicación es fácil: mi llorado amigo PM era entonces director de los cursos de verano de El Escorial y uno de ellos iba de espías. Como sabía que una de mis literaturas de pasarlo bien son las novelas del antiguo agente secreto preparó una cena para los íntimos pero algo se cruzó –inevitable y olvidadizo porque no lo recuerdo–y no pude asistir. Cómo me hubiera gustado aunque, perfecto caballero, al escritor no le gustaba hablar, ni que le mencionaran, su servicio en el MI6 al servicio de Su Majestad.

Acaba de salir, y lo estoy leyendo en el kindle, su libro de memorias. Cuando recorres las primeras páginas el pensamiento es recurrente: literatura de evasión –dicen– que está mejor escrita que otras que pasan por serias. LeCarré, King, Maugham, Simenon, Zilahy, Zweig… No es fácil marcar una línea para poner a un lado los serios y al otro los entretenidos. Tampoco determinar si Dickens, Balzac, Kipling, Henry James o nuestro Baroja pueden estar del lado de los serios.

Lo anterior, dicho por alguien al que las novelas aburren desde hace años aunque haya pasado una parte de su infancia y juventud con ellas. Y ya puesto, una cita reveladora del propio LeCarré en ese libro de memorias: «La verdad no se encuentra en los hechos sino en los matices». Toma ya. Eso dicho por alguien que se ganó la vida obligado a distinguir verdad de mentira.

*

Vivo enganchado a la Coca-Cola Zero. Es el tributo que debo pagar a la abundante medicación que tomo desde la operación. O eso, o me duermo. El café no me gusta tanto como para tragarme cinco o seis al día y la cafeína que contiene la Coca-Cola no me revuelve lo poco que queda de estómago. Al acabar la jornada, ahora que ha comenzado a refrescar y ya puedes salir a una plaza de piedra que es sauna, lo que tomo es zumo de tomate bien cargado de tabasco. Un antiguo conocido de foro, médico de profesión y con el que ya no me escribo, me metió en la cabeza las bondades del picante para la próstata. Será o no será pero está rico.

*

Se está cerrando una etapa de mi vida y otra pugna por abrirse pero no la veo con claridad. Las circunstancias del país han cambiado de tal modo que me han convertido en miembro de la Resistencia, sin armas pero con muy mala ostia, y cada día peor. No me voy a poner a contar la mierda que ha desfilado por delante de mis narices desde 2007 para acá. Eso es para una novela o para el juez de guardia. No ha quedado limpio ni lo que más respetaba. Y duele mucho.

*

El cuadro del niño con el pez y el bodegón de caza avanza lentamente porque siempre es más complicado inventar con coherencia que tomar del natural. El fantasmilla ya va teniendo cara, una cara que por momentos es la de mi hijo cuando niño o la mía a esa edad y es que lo mismo que nos revelamos en la caligrafía toda cara inventada tiende al autorretrato.

Ahora que el padre está perdido en la bruma de la edad, en sus películas del Lejano Oeste donde las personas resuelven grandes problemas con soluciones tajantes, por qué no decir que a la edad que muestra el niño del cuadro yo le hacía de morralero con tal de que me llevase de caza. Y de lo que fuese con tal de ir de pesca. En el cuadro debe haber algo de mí y de él, aunque no aparezca. Tal vez por allí abajo, en el boscaje. O haciéndome la foto con los trofeos del día.

*

A uno se le pone cara de culpable y cualquier cosa que se rompe, aunque sea en el otro extremo del café, hace que todos te miren. O en casa, si algo está fuera de sitio. Hay que levarlo con dignidad, aceptar que toda la culpa es tuya y esperar que lleguen mejores tiempos, que es una pretensión retórica a ciertas edades.

*

Apareció un corzo ahogado en la piscina. Antes era en el aljibe de arriba, el que sirve para regar los frutales. Cuando no era zorro era tejón o gato montés. Daba lástima pero también repugnancia y se colocó una malla protectora. Dejábamos un gran barreño con agua que se renovaba cada día a la entrada del jardín, desde el olivar. Pero estos días, peccato, nadie fue por allí a poner agua y un corzo lo ha pagado. Da mucha pena porque son animales muy simpáticos y tan discretos que puedes tenerlos al lado y no enterarte. Desde hace un par de años comenzaron a verse por allí, al tiempo que un raposo cachorro, curioso y amigable, venía a observarnos desde una distancia poco habitual para estos bichos tan desconfiados. La actitud depredadora o no. Cuando cazaba con arco de madera, última etapa de mi vida de cazador, aprendí que puedes acercarte bastante a los animales si no muestras tus intenciones. Yendo hacia ellos derecho y con actitud predadora no permiten que te acerques a distancia de tiro (la tienen cogida) pero si das vueltas, remoloneas, te sientas, caminas un rato en dirección contraria, te agachas y hurgas en la hierba… acabas poniéndote a la distancia que te conviene porque el animal, si no está tiroteado como suele ocurrir en los terrenos muy monteados, termina por pensar que no eres un peligro.

Los ballesteros antiguos usaban caballerías. Iban a pie protegidos de la vista del venado por el caballo y se ponían a la buena distancia, que en un arco o ballesta no es mucha. También es verdad que usaban en la punta de las flechas la llamada hierba de ballestero que es un neurotóxico que, por pequeña que sea la herida, el animal tocado no va a durar mucho en pie. No cazaban por sport sino por carne y la eficacia era lo más del negocio.

*

De mis historias de caza sigo recordando la de la libre nonata. Cazaba yo entonces a fuerza de canes de rastro y por agotamiento del animal. Tenía una bonita jauría, pequeña pero muy buena, con ejemplares que había ido trayendo de Eton, Cambridge y otras prestigiosas jaurías.

Era domingo por la mañana y seguían los perros muy bien. La liebre iba del raso al monte tratando de perderlos pero había muy buenas narices tras ella y la obligaban a salir del perdedero. Transcurridas dos o tres horas había que cortar el deleite de la voz de los sabuesos en la mañana inverniza y, cuando asomó la perseguida de nuevo carrileando al monte, cerré el lance con un tiro que salió certero. Los perros todavía sonaban lejos. Me acerqué a la liebre para admirarla por la buena persecución que había ofrecido y vi que era una hembra. Estaba preñada y eso me produjo desazón porque el hecho de matarla para los perros no impide que sientas devoción por el animal perseguido. La levanté, le palpé la barriga y estaba a punto de parir. Me sentí peor. De pronto vi que el nonato se removía en el vientre. Saqué la navaja y abrí con cuidado. La cría estaba viva, le quité el saco vitelino y miré si alguno de los perdigones la había alcanzado. Nada, como por milagro estaba intacta.

No hay que decir que apenas sintió mi mano se puso a buscar un lugar para alimentarse. Cogí un poco de hierba seca y la acomodé dentro de un bolsillo de mi chaqueta de caza. Dejarla en el campo, sin madre que la alimentase, no tenía sentido. Al terminar la jornada le preparé un biberón con una leche para cachorros de perro. Se lo bebió entero y no pareció sentarle mal. La pusimos en una caja de cartón y en ella se crió hasta que tuvo fuerzas y ganas para salir y hacer vida por la casa del campo. Son animales muy inteligentes y tan dóciles como los perros. Muy cariñosa con la gente, reconocía mis pasos al entrar en casa y salía de donde estuviera para saludar y hacer cariños. Me sentaba y saltaba sobre mis rodillas y allí se quedaba en lo que le pasaba la mano por la cabeza y el lomo.

Un día encontró la puerta abierta, salió al jardín y supongo que de allí al campo. Nunca más volvió, al contrario que el halcón que también crié, que estuvo volviendo durante mucho tiempo a saludar y buscar comida.