Pelado al cero

Estos días atrás, con tanta lluvia, los paseos se hicieron imposibles. Si la Naturaleza se pone tan incómoda no es cuestión de ponerse porro a ver quién puede más. Igual en la vida. Recordarán esa canción de Narváez, otras veces citada por mí: Si tantos halcones la garça combaten/ por Dios que la maten.

Más que pasear por el interior del pueblo suelo preferir hacerlo por la raya inexistente en la que pueblo y campo se juntan o, en nuestros días, se separan. Es una manía que tengo desde niño, caminar entre bardas y arrabales, huertas y veredas. Conozco muy bien todos los viejos senderos del pueblo, muchos cegados por zarzas en la actualidad. A veces llego al viejo lavadero, muy obrado de arquitectura, que está distante unos kilómetros -ya entre berrocales-, en un manantial que no se seca ni en los veranos extremos. Ha quedado del otro lado de la autovía y lo más que puedes encontrar cuando el sol se pone tras la alcazaba es algún muchacho desnortado con la jeringa en las manos. El pueblo es muy hermoso desde aquel otero porque la vista no distingue las fealdades que se le han ido adhiriendo en los últimos tiempos.

El sábado, contra mi costumbre, me di un paseo por el interior. Elegí con cuidado las calles para no terminar donde siempre, en los monumentos y lugares visitados por los turistas. Calles que fueron -que son- populares, sin grandes cosas que ver, donde habitaron los oficios que dieron parte de su sentido al pueblo. Y las putas, ese elemento tan importante en las ciudades-mercado. Las hubo famosas y algunas parieron hijos que llegaron muy lejos en la vida social.

Estos años de bonanza económica y dinero fácil han arrasado esos barrios. Donde hubo una sucesión de casas graciosas, limpias, blanqueadas, hay un catálogo de materiales de construcción. Ya decía un amigo que los almacenes de materiales de construcción habían causado más destrozos en el patrimonio edificado de España que la Guerra Civil.

Aquí se ha impuesto, sobre todas, una moda que consiste en pelar los edificios de su cáscara, dejándolos con la carne al aire. Un día se descubrió -mire usted- que todos los edificios viejos del pueblo eran de piedra y que, bajo los morteros y encalados se encontraba la mampostería. Se pusieron a pelarlos como si les fuera la vida en ello. Ni mi plazuela -tan tranquila y pobretona- se ha librado: una retornante no paró hasta escamondar su graciosa casita encalada.

La consecuencia inmediata de todo esto es que esas calles y plazuelas, de suyo alegres, se han hecho tristes y funerales. Porque la piedra mampuesta es triste y se come la luz, que se niega a botar de fachada en fachada, jugando. No se puede volver a ver, cuando la luz del sol ya se ha puesto, esa última reverberación del sol en la calcita, esa fosforescencia extraña que parece salir del interior de las paredes encaladas.

Claro que todas las casas eran de piedra, no había otra cosa. El cinturón granítico que rodea el pueblo proveía. Los canteros locales escogían los mejores bolos y de ahí salían las piezas de corte y labra, que iban a parar a palacios y casonas, iglesias y conventos, y los trozos irregulares o mampuestos, que servían para relleno de los muros de doble hoja de cantería -interior y exterior- o la construcción de viviendas humildes. Era el ladrillo de un tiempo, de un medio. El pueblo entero salió de ese berrocal. Tanto lo escogieron y rebuscaron que no se encuentra ya ni un solo bolo de piedra fina sobre el campo, la más bella de color y más adecuada de textura para las labores del cincel y la escuadra.

La última moda consiste en dejar partes de la fachada peladas de revestimiento y otras no, separando zonas por una línea serpenteante. No sé qué arquitecto, qué diablo del Séptimo Círculo, se habrá inventado eso. Ni a cuál de ellos se le ha ocurrido coger una plaza popular y meterle arquitectura. La consecuencia es que, entre unos y otros, se han cepillado buena parte de calles, plazas y plazuelas que, por no tener monumentos señalados, han pasado a mejor vida.

Después he subido por lo que fue empinada escalinata y hoy -a causa de un proyecto hotelero absurdo que por suerte no llegó a realizarse- una rampa enloquecida por la que pueden subir y bajar automóviles, y quedarse aparcados en las puertas de sus propietarios, algo que, en los pueblos, parece una raison d’être. La gente sufre mucho si no tiene el coche bajo la ventana, como antes lo hacía si no estaba el burro en la cuadra, bajo siete llaves.

Creo que fue el viejo Berenson quien dijo que todo arte popular es una muestra degradada de arte culto. Sí, lo es la pintura románica con relación al mosaico bizantino y así cosa por cosa. La gente que habita la parte alta de la villa, la ciudad antigua, fueron quienes primero pelaron las casas, las suyas no pero sí las humildes de alrededor, para alojar servidumbre o invitados. Cómo iba a ser de otra forma, cómo no iban a obtener el modelo de los de arriba, de los ricos, de los que tienen un gusto infalible. Y ahora esos mismos que crearon el modelo se escandalizan y dicen que el pueblo está cada día más feo.

Se lo oí hace muchos años a un aristócrata que interpretaba correctamente el sentido de aristós: un título conlleva el sacrificio de dar ejemplo. Un gran peso a las espaldas, sin duda, pero la vida es sobrellevar peso y hacerlo con dignidad. Sólo el que procura actuar rectamente puede exigir a los demás que lo intenten. ¿Quién autorizó los primeros pelados de fachada? Ya no es posible delimitar responsabilidades estrictas, aunque se sepan. De todos modos, lo mismo da: es una batalla perdida y, además, ya no quedan albañiles que sepan hacer arquitectura sin líneas rectas.