Duarte

Hace unos días murió D. P-C. Le tocaba por edad pero no es fácil acostumbrarse al vacío que deja, a pensar en él y saber que ya no está ahí para responder.

Me despedí en la clínica donde estaba ingresado, inconsciente y sin solución. Sus venas estallaban y seguir haciendo transfusiones carecía de sentido. Su personalidad, la que lo hacía tan atractivo y simpático, había desaparecido tras la calavera cubierta de piel gastada en que su cabeza se había convertido. Cogí su mano esperando que sintiera el contacto. Después acaricié su cabeza calva, llena de manchas y venas estalladas. Abrió un instante los ojos y sonrió. No sé si se dio cuenta de que era yo -espero que sí- pero bastó para sentirme recompensado. Unos días más tarde moría sin despertar.

Fue un hombre de mucho mundo; muy mundano quiero decir, en el mejor sentido de la palabra. Hubo un idiota que le llamó salonnard en uno de esos libros de marujeo y venganzas personales que llama «diarios».

D. era portugués de nacimiento pero, tras pasar por la Francia posterior a la ocupación, se instaló en España en los años cincuenta para fijar aquí su residencia. Tenía una hermosa casa en el pueblo en el que vivo, antiguo hospital y, antes, palacio con capilla y patio porticado. No era propiamente un artista y le horrorizaba que alguien lo sugiriera pero su vida transcurrió entre arte, artistas y cosas hermosas. Lo pasó muy bien porque era, en todo, un bon vivant que disfrutaba de lo que es agradable y maravilloso en la vida. Los conciertos en su salón de música, bien armado con dos pianos de cola, permanecerán en la memoria de quien escribe para siempre. El gran salón rojo, iluminado para la ocasión y no más de una docena de personas escogidas que, tras la cena, disfrutarían del arte de los músicos alojados en su casa para la ocasión.

Las misas en su capilla los Domingos de Resurrección, con un par de contratenores amenizando la dureza cuasi protestante de la liturgia actual. Y las mesas, aquellas mesas extraordinarias que jamás repetían entonación -verdes con plata, blancos con blancos, sutiles banderas del gusto por el croma- impecablemente servidas por su mayordomo y algún ayudante.

Las cenas de verano, en el jardín, a la luz de las velas, y la tertulia animada en la sala de juegos, salón verde tapiz, con música enlatada -grabaciones antiguas e interesantes- y la mesa de billar americano que nadie tocaba, absortos en la conversación o la partida de bridge.

D. no era fácil de conocer pues no era hombre que se abriera en los primeros encuentros. Muy pudoroso y de una intimidad reservada, costaba trabajo averiguar quién estaba detrás del hombre de mundo que necesitaba ayuda de cámara para acostarse cada noche. Quiero pensar que supe quién era tras veinticuatro años de trato frecuente. En esos años nunca un desaire ni una mala palabra, siempre longanimidad y sonrisa. Era muy fácil disfrutar con él de las cosas que le gustaban pues lo compartía todo. No era raro, en las largas noches pueblerinas, acudir a cenar a su casa -sin ceremonia esas veces- para encontrarte con algún comensal especialmente interesante o distinguido que no te había sido anunciado. Disfrutaba como un niño con tu sorpresa. Sólo era intransigente con la gente petarda, con los que intentan superar con sus defecaciones la ley de la gravedad.

Fue magnífico disfrutar de su amistad. Queda un retrato comenzado y nunca acabado en los detalles. Un retrato para el que me posó en una habitación oscura, con la luz de un ventanal rompiendo las sombras de izquierda a derecha. Le gustaban mis rojos y quiso ponerse algo de ese color. Rojo vivo, negro, carnación pálida, brillos de una escribanía de plata y un pequeño tibor. Un boceto a tamaño natural salvo el rostro, que lo terminé primero. Eso y muchos recuerdos que no caben en una pintura.

(Folon. Salif Keita)

(Estranha forma de vida. Amalia Rodrigues)